IV. Aceptación

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Po se quedó frío de pie en las habitaciones del orfanato, con Lei-Lei al hombro, que al parecer se había quedado tan sorprendida como él: Tigresa estaba riéndose. ¡Riéndose! Su risa era cantarina y gruesa, casi como un ronroneo, aunque más musical; y era sincera. Oh, por los Cuatro, sonaba tan real que erizaba el pelaje. Una sonrisa ni muy pequeña y ni muy grande adornó su rostro, sus ojos ambarinos se entrecerraron por el gesto y un brillo feliz los iluminó.

—Gracias, Po —dijo, cuando se recuperó. Se acercó y le tomó la pata, apretándola con más fuerza de la que debería—. Gracias de verdad.

Po sonrió.

—Cualquier cosa por ti, Ti. Nunca lo dudes. —Ella asintió, resuelta—. Ahora, ¡vamos a casa!

Sin decir más nada, Tigresa los siguió cuando emprendieron el camino al Palacio de Jade. En el camino, hacía un silencio agradable; el ulular del viento bailando entre los callejones y calles del Valle de la Paz, entre frío y caliente por el choque entre los últimos vientos cálidos del atardecer y los nacientes fríos de la noche; la luz roja anaranjada, casi fuego, bañando el cielo; y el cantar de los insectos, hacían un ambiente de lo más cómodo.

Media hora más tarde, luego de que Po dejara los pulmones en las escaleras que llevaban al palacio, habiendo descansado y hecho oídos sordos a unos comentarios de Tigresa sobre que tenía que tener más resistencia debido a lo que habían pasado hasta la actualidad, pasaron por la cocina del palacio y recogieron unos bocadillos. Desde la cocina se veía el Salón de los Héroes, donde a pocos pasos se encontraba la Biblioteca Sagrada, la luz naranja del fuego se notaba por una de las altas ventanas, dejando constancia de que Shifu aún seguía en ella, intentando encontrar algo sobre los Inmortales.

En las habitaciones, Po cedió la suya en una jugada para poder estar con Tigresa. Ella no lo percibió, o al menos no hizo creer a Po que se dio cuenta, por lo que después de acostar a Lei-Lei, darle las buenas noches y que ésta les agradeciera casi con ansiedad que la hubieran adoptado, se retiraron a la habitación de Tigresa.

Po se sintió raro al entrar. No porque fuera una habitación distinta, porque todas eran iguales; no porque fuera de ella... sino porque estaba demasiado ordenada. Parecía que hubiera pasado un huracán del orden por ahí, todo estaba en su lugar, no había nada en el suelo, y las escasas pertenencias de Tigresa, como lo era su chaleco rojo, estaba pulcramente doblado. Cerró la puerta corrediza tras de sí.

—En el armario hay sábanas —dijo Tigresa, señalando por encima de su hombro—, toma una y duerme en el suelo. —Y entonces, sin más, Tigresa comenzó a desvestirse.

—Esto... ¿qué haces, Ti?

Ella lo volteó a ver, su ropaje superior ya en el suelo, y Po no pudo evitar ver cómo su cuerpo le daba una paliza al ideal femenino. Cintura fuerte y espalda con músculos marcados, brazos fuertes y un vendaje en donde debía estar los pechos. Tigresa se giró hacia él y junto con ella, sus abdominales que parecían piedras para lavar la colada.

Po no pudo no sentirse cohibido, él sólo tenía esponjosidad.

—Desvestirme, por supuesto —respondió ella, como si fuera lo más lógico.

—Ya, pero uno no se desviste frente a un amigo porque sí. —Arqueó una ceja—. ¿Me estás seduciendo?

—Me estoy cambiando para dormir, Po —dijo, lacónica—. Yo duermo desnuda, estés tú o no. Podría ser más hospitalaria y no hacerlo, ¿sabes?, pero me he dado cuenta que me da igual si te sientes acongojado por eso. No voy a morirme de calor por ser mojigata. —Se encogió de hombros y empezó a desenvolverse la tela que le cubría los pechos—. Mal por ti.

Los Ocho InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora