IX. Xuan Wu

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Tres días de travesía después, Po estaba a punto de mandar todo al traste. Tigresa y Shifu no tenían piedad ni al parecer sensibilidad en los pies, porque caminaban y corrían como entes poseídos por algún espíritu maligno. Cruzaron ríos y bosques, montañas y prados, y aun así su destino estaba, a estimaciones de Shifu, a cinco días de distancia. Cinco tortuosos días.

Con el sol ya oculto, Shifu detuvo la caminata para empezar a buscar refugio, más para dormir que para protegerse. Po se compadecía de los pobres desgraciados que intentaran robarlos. Avanzaron por la espesura del bosque hacia una montaña pequeña, en la que hallaron una cueva, sólo que no lo suficientemente grande. Las dimensiones de la caverna permitían que uno de los dos mamíferos más grandes, que eran Po y Tigresa, entraran, quedando espacio apenas para respirar. De tal forma, uno debía dormir en la cueva, otro fuera y otro montaba guardia.

Primero fue Shifu, Po se quedó afuera y Tigresa montó guardia. Ella se subió a un árbol de gruesas ramas, se tendió cual larga era y observó la luna. Desde abajo, Po notaba cómo movía las orejas y el viento frío de la noche le mecía los bigotes. Ella sonrió, disfrutando del abrigo nocturno. Luego se le borró.

Po decidió subir con ella, así que se lanzó de un salto al tronco, se elevó un poco y se abrazó con fuerza, clavando las garras de sus patas, se aupó más hasta que la pata de Tigresa, tendida hacia él, se hizo notar.

—Escalar no es tu fuerte, por lo que veo —dijo Tigresa, mirándolo a los ojos.

—Ni porque mi vida corra peligro, Ti —sonrió Po.

Lo ayudó a subir y él se sentó a su lado, pasándole un brazo alrededor y acercándola como quien no quiere la cosa. Tigresa se acomodó en su esponjoso pelaje.

—¿Por qué estás despierto?

—No podía dormir, Ti —respondió—, y quería hacerte compañía.

Tigresa asintió, sin verlo, con los ojos en la luna, mirando la nada.

—¿En qué piensas? —le preguntó a Tigresa.

—En cosas —susurró, acomodándose en su pelaje. Dioses, que sensación tan hermosa era sentirla contra su cuerpo. Po no la apresuró a que siguiera hablando—. En nosotros —dijo al rato—. En Lei-Lei. En... qué hace un buen padre.

Po asintió, creía saber por dónde iban las espadas.

—¿Por qué?

—Porque es lo que somos. —Asintió con la cabeza como para corroborar su punto—. Somos los padres de Lei-Lei ya que la adoptamos. Pero no sé cómo serlo, no sé cómo ser una madre. Yo no tuve familia, Po, y Shifu no fue precisamente un padre, sólo un maestro, aunque yo aparezca como hija adoptiva.

Po la rodeó con ambos brazos y posó su mentón sobre la frente de ella, Tigresa lo abrazó con fuerza e inspiró, rasguñándole la espalda. El corazón le latía a él como un tambor.

—Nadie sabe cómo ser un padre, Ti —dijo con delicadeza—. Ni tú, ni yo, ni nadie. ¿Pero sabes?, lo harás bien. Lo haremos bien. Serás una buena madre, eso te lo puedo asegurar.

—Puede ser, ¿pero una de la que ella se enorgullezca? —Su voz sonaba ahogada contra su pelaje—. Ni siquiera Shifu lo está.

—Sí, lo serás. —Po le acarició la espalda de arriba a abajo—. Y te diré algo, quizá Shifu no te lo haya expresado, pero sé que está orgulloso de ti. Mírate, eres la maestra más fuerte, bárbara y hermosa de toda China, ¿quién no estaría orgulloso de ti? Yo lo estoy.

—Puede ser. —Bufó—. Lo siento, Po, hoy he estado con muchas cosas en la cabeza y la noche... me cambia.

—A todos, Ti, a todos.

Los Ocho InmortalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora