Anais, soy yo, Erik. Ahora estoy de viaje, pero vuelvo el sábado. ¿Puedes quedar a las 8 p.m. en el parque de la esquina?
Anais chilló y tiró el móvil contra la cama.
—¡Gilipollas! —gritó—. ¡Eres un gilipollas! ¡Me cago en todos tus muertos!
Acababa de despertarse y, nada más encender el móvil, le había llegado el WhatsApp de Erik. Ni siquiera le había dado tiempo a ser consciente de todo lo que había ocurrido la noche anterior.
Entonces volvió a escuchar sus gruñidos contra su oreja. Volvió a sentir sus manos agarrándole el pelo y cogiéndola del cuello. Volvió a mirarle a los ojos, a aquellos iris oscuros que parecían un remolino sin control. Y se sintió entre sus brazos, oyó su voz, absorbió su calor y saboreó su boca, sus labios, su lengua y su piel. De nuevo, se vio en el baño de un bar, chocándose con él, después tomando algo, hablando sin parar, y, luego, el trastero, la pregunta, su respuesta y... aquel beso que lo había desencadenado todo.
¿Por qué le había besado?
Erik estaba enterrado desde hacía años. Estaba olvidado; era como si nunca hubiera existido. Y, ahora, aparecía de repente, con Karina aún a su lado y conseguía en un día lo que antes no había logrado en un año: acostarse con ella. Se sintió estúpida.
No era la primera vez que se acostaba con un chico porque le apetecía y tampoco era de esa clase de chicas que echaban las manos a la cabeza cuando tocaba practicar sexo. Es más, se reía en la cara de todos aquellos que pensaban que tener sexo casual era «entregarse demasiado pronto» o «ser una puta». Pero con Erik había tenido muchos problemas, gran parte de ellos relacionados con ese tema, y ahora solo había desenterrado los inconvenientes pasado y añadido uno nuevo a la lista.
Se recordó a sí misma no volver a aceptar ninguna copa de ningún ex, ni de un antiguo rollo, ni siquiera de ese chico que tanto le gustaba y que nunca se había fijado en ella —se llamara como se llamara, porque ya no recordaba su nombre—.
Aparte de las cervezas, del sexo y del «os amaba a las dos» —ya volvería más tarde sobre ese tema, se dijo—, lo que más le molestaba era el mensaje. Llevaban cinco años sin dirigirse la mirada cuando se cruzaban por la calle y, ahora, solo por el encuentro que había tenido, Erik se creía con derecho a mandarle un mensaje y decirle de quedar. Quedar para qué, para volver a acostarse, para hacerla sentirse peor, para contarle sus penas. Para qué.
Gruñó, sentada sobre la colcha. Bostezó, aún con los ojos medio cerrados, pero con la mente a mil por hora. Y pensó que necesitaba una ducha y que alguien debía haberle dado su número a Erik, porque dudaba mucho de que el chico hubiera guardado su teléfono durante cinco años. Lo de los mensajes no era nuevo. Erik era muy aficionado a ellos. Para quedar, mensaje. Para decir cualquier tontería, mensaje. Para pelearse, mensaje. Para disculparse, mensaje. Para ligar, mensaje. Mensajes, a todas horas mensajes. No quería volver a hablarle, ni siquiera quería volver a verle. No quería volver a levantarse con mensajes de él diciéndole de quedar o con llamadas perdidas como cinco años antes. No quería disculpas ni tampoco deseaba escuchar de nuevo «Anais, todo ha sido un error; estoy enamorado de ella», cómo no, también por mensaje.
Al final, no tuvo más remedio que ir al baño. Cuando se quitó la camiseta, las marcas ni siquiera le sorprendieron; no era la primera vez que volvía a casa así. Se apoyó en el lavabo y se acercó al espejo hasta rozar el cristal con la nariz.
—Eres tonta. Lo sabes, ¿no? —El reflejo sola la observó fijamente, pero no le contestó.
Anais suspiró, cansada. Tenía cara de muerta.

ESTÁS LEYENDO
Anais
General FictionErik nunca fue el típico chico malo que juega con las mujeres para luego abandonarlas. Y, sin embargo, acabó utilizando a ambas, atrapado en un triángulo amoroso del que jamás quiso formar parte. Karina siempre había sido una mujer independiente que...