Ahora. "Un reencuentro inesperado"

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Será un reencuentro inesperado en noche azul...

cuando me gire entre la gente serás tú...

Anais no le vio hasta que no chocó con él. Estaba tan inmersa en tararear la canción de Love of Lesbian que sonaba en aquel momento que ni siquiera fue consciente de que había alguien entrando al baño justo cuando ella salía. El golpe fue considerable, porque iba despistada y un poco borracha, y su estabilidad no era la mejor de las posibles. Las luces amarillas del baño, que parpadeaban de vez en cuando, y su zumbido constante no ayudaron a disminuir el golpe. Antes de que pudiera ver la cara de quien entraba, se encontró, confusa, tratando de mantener el equilibrio. Movió los brazos como una posesa, intentando no trastabillar; pero no lo consiguió. Se le escapó un chillido y alargó la mano, buscando algo a lo que aferrarse antes de caer de culo contra el suelo, pero tenía los sentidos nublados y no fue capaz de encontrar nada, ni siquiera de agarrarse a la camiseta del chico con el que había chocado. Fue vagamente consciente de soltar una palabrota.

Una mano la sujetó de la muñeca y en un abrir y cerrar de ojos la estabilizó.

—¿Anais?

Al principio, no reconoció la voz, o no quiso hacerlo. Pero vio el anillo en el dedo anular. Era un anillo ancho, de color plateado, con tribales dibujados en negro. Se le encogió el corazón. Quiso respirar con normalidad, pero no pudo. Parpadeó varias veces, con la mirada fija en aquella mano de dedos anchos y piel oscura cuyas yemas callosas le traían tantos recuerdos. Parpadeó otra vez, sin levantar la cabeza, y sintió la mente embotada por el alcohol. Se maldijo por no estar sobria. Deseó estar equivocada, pero él volvió a hablar sin soltarla:

—Anais, ¿qué haces en el baño de hombres?

Su voz fue como un taladro directo al corazón. Aspiró el aire por la boca, pero el aroma que se le coló por la nariz fue el suyo. Era fresco, picante, extraño. Podrían pasar cuatro años más, que nunca olvidaría aquel perfume. Sus fosas nasales se deleitaron con él, con su proximidad, y sintió que aquel olor la envolvía de nuevo después de tantos años. Haciendo esfuerzos por enfocar la mirada, observó su cuerpo, cuya forma se entreveía por debajo de la camiseta. De repente, sintió un vacío en el pecho, como si su corazón se parara durante unos segundos. Aquel momento duró lo que un suspiro y, entonces, alzó la cabeza.

—Erik...

Erik. Lo pronunció sin darse cuenta, y le supo amargo en la boca. Erik. Lo sentía suave en sus labios: la lengua ligera, casi sin rozar, seguida de un golpe en el paladar que finalizaba contra los dientes. Era como el final de un suspiro, como la última nota de una canción; era una subida que caía en picado. Llevaba cinco años sin pronunciar su nombre en voz alta, ahuyentándolo de su boca y sus sentidos, incluso de sus recuerdos, pero aquella vez el subconsciente, la sorpresa y los nervios la habían traicionado.

Seguía teniendo aquellos ojos oscuros y serios que la quemaban por dentro a cada parpadeo. Las pestañas largas, las cejas anchas y la nariz y las orejas demasiado pequeñas en comparación con el resto de chicos. No era alto ni tampoco fuerte, pero tenía la piel muy morena, casi negra, y el cabello oscuro y rizado, casi afro, con algunos mechones tapándole los ojos. Y sus brazos y su pecho y su espalda y sus labios..., aquellos que antaño ardían al contacto con su piel. Erik llevaba una camiseta de algún grupo desconocido de metal, de esos extraños que tanto le gustaban a él; las botas militares, altas, y los pantalones caídos, rotos. Un par de aros adornaban su lóbulo derecho y el centro de su labio inferior. Nada en él había cambiado... todo era igual a como ella recordaba. El estómago se le retorció y sintió los ojos húmedos, pero se obligó a no llorar, porque era patético y no quería volver a darle pena.

Anais Donde viven las historias. Descúbrelo ahora