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No me pregunten qué hacia en Saigón durante esos días.
El sol quemaba como el napalm y por las calles todos andaban presurosos, como si huyeran de algo. Yo también estaba a la deriva. Había desertado de mi pelotón porque los de Ho Chi Minh habían barrido casi con todos. Sólo quedaba al frente un sargento aquejado por una locura sin retorno. He oído que a eso le llaman neurosis de guerra. Puede ser. No sé que sea eso. Pero el tipo ya había liquidado a dos de los nuestros por indisciplina en un pelotón en el que cada uno se comandaba sí mismo. Cabrón de mierda. Los fusiló sin asco y hasta prohibió que los sepultaramos. Era demasiado: tener a un pobre sargento loco como comandante en una guerra que perdía su rumbo era entregar la vida por nada, era regalarla. Queda claro, supongo que, para mí, decir que la guerra perdía su rumbo no era caer en un derrotismo que poco tenía que ver con los valores que defendiamos, los de los sucios rojos, los del comunismo internacional y su vocación ilimitada de dominar el mundo, sino ver una realidad que uno sería un necio, un alcornoque al garete, si la negara. Algo estaban consiguiendo estos guerrilleros endemoniados. A veces, en medio de la jungla, me he sentado a meditar sobre ello: eran sucios amarillos como los japos y malolientes comunistas como los soviéticos, posiblemente la mezcla de estas dos condiciones estuviera extraviando las fuerzas de America. Posiblemente, también, el tamaño exiguo y la delgadez ágil de estos viets los tornaba inhallables para nosotros. Nunca sabíamos dónde estaban ni de donde habían ya huido. Eran escurridizos como un jabón con el que te has lavado largamente los huevos. Supon que te estás dando una ducha y se te cae al piso. ¿Adviertes dónde quiero llegar? ¿Cuál es mi punto? Supon que te agachas para atraparlo, supon que estiras una mano y lo atrapas. ¡Ni lo pienses, cabrón! Se escurrira de tu mano y saldrá hacia el maldito lugar en que ya no puedes atraparlo. Con los viets, la misma cosa. Se nos escurrían entre las manos. Sé lo que dirás: si no te lavas los huevos no tornarás escurridizo al jabón. Admito tu punto. Pero admite el mío: si America está aquí, en Vietnan, y si, por estarlo, los vietnamitas se tornan escurridizos es porque America, lavandose los huevos, defiende los valores de Occidente. No tenemos otra posibilidad sino ésa, lavarnos los huevos. Sé lo que dirás: tú estas identificando al pueblo vietnamita con un jabón. Te diré que no soy el primero que identifica a un pueblo con un jabón. Hitler lo hizo antes con el poder judío que luego se instaló en America, para hurtarnosla por completo. O, si prefieres, para quedarse con una buena parte de ella. De Hollywood, por ejemplo. Te lo digo porque soy de ahí, he nacido en Los Ángeles. Sin embargo, déjame preguntarte: y si identificamos a los vietnamitas con un jabón, ¿qué hay de malo con eso? Y si con ese jabón nos queremos lavar los huevos, ¿qué? ¿Qué, sucia rata roja? América se lava los huevos con lo que quiere. Con los viets, con los japos, con los soviéticos y con todo el podrido mundo si es necesario hacerlo por el bien de la democracia. Porque o lo entiendes o eres cadáver: si los huevos de America están limpios los del entero mundo lo estarán. Y viviremos en un planeta limpio. Limpio de rojos, de judíos, de mafiosos, de narcotraficantes y de sucios, inmundos hippies, quienes, ésos sí, no se lavan los huevos ni que se los Cortes, algo que quizás aceptarían con placer para no correr el riesgo de lavárselos alguna vez. Mira, ya te he explicado demasiadas cosas. Si las entiendes, bien. Y si no, vete al infierno.
Uno solía hablar solo durante esos días, amigo. Se inventaba un interlocutor. Pasaban dos cosas con él. O estaba de acuerdo con lo que uno pensaba y entonces la conversación era amable, un momento íntimo y cálido. O estaba en desacuerdo. Aquí uno discutía con vehemencia y explicaba sus puntos de vista con fiereza, con ese patriotismo puro, jamás quebrado por duda alguna, que distingue al guerrero americano. Pero el interlocutor real era una ausencia. Más aún: diré, sin más, que era inexistente. No había con quien hablar. Se desconfiaba del otro. Muchos viets se habían infiltrado entre la gente de Saigón. Y la idea incontenible de una retirada de los soldados de la democracia había hecho de los habitantes de Saigón seres viscosos, escurridizos, eludian ya nuestra cercanía, no nos daban el abierto apoyo de otros tiempos, temían que los viets que se movían entre las sombras los señalaran el día de nuestra derrota, los tacharan de colaboradores y la delación hiciera de ellos víctimas de una venganza que sería horrorosa.
El guerrero vietcong sabe matar con dolor, sabe matar lentamente, sabe matar como si, más que matarte, fuera la tortura interminable la que quisiera infligirte. Sólo es temible el enemigo que sabe ser cruel, que deja de lado en la lucha toda consideración de humanidad. ¿O qué supones qué es la guerra? Cualquier gelatina, cualquier mierda humanitaria te hara más débil. Patton supo decirlo: no se gana una guerra muriendo por la patria, se la gana logrando que el otro hijo de puta muera por la suya. Además, si quieres mi opinión. Si la quieres, te la daré: lo que la guerra le pide al hombre no es que sea "inhumano". Sino que saque de sí, de su condición de hombre, lo peor, lo más destructivo, lo más sanguinario, que busque y que encuentre en él, pues en él está, al verdugo, a la fiera, a la bestia que es, le pide que sea "humano", lo peor de lo humano, pero humano. Solía decirme estas cosas un teniente con el que tomé cerveza durante dos días y dos noches seguidas en un burdel de Saigón. Después fuimos amigos hasta el fin de los tiempos. Era un sabio, si me lo preguntan. Aprendí de él más que de mi madre, de quien no sé si algo aprendí. O de mi padre, de quien aprendí sin duda a admirar a Hoover y a McCarthy. Pero Sanders, el teniente Sanders, era un sabio. Sólo su condición de borracho obstinado le impedía tener el rango que merecía, sin duda el de coronel, y hasta, si me apuras, el de general. No le otorgaba importancia, nada. Él era, me susurraba, un vigía de la condición humana. Al final lo confesó: escribía, el maldito.Escribía notas sueltas, a las que llamaba aforismos. "Como Nietzsche solía hacerlo", me decía como si yo supiera quién demonios era ese tipo. Después, siempre me explicaba algo. De ése, de Niet... no sé cuánto, que, me dijo, se volvió loco."Le curaron mal una sífilis", explicó. Vivió loco desde 1890 hasta su muerte en 1900. Pero él está presente en todo esto. Él y Wagner, Carter, las aves de rapiña de Alemania, sus bestias rubias sedientas de sangre.
-¿Se le voló la cabeza por una sífilis?-dije-.Diablos, Sanders, dónde la habra puesto ese hombre.
-En cualquier infecta vagina de este mundo.
-No todas te regalan una sífilis.
-Pero todas te marcan, te deterioran, erosionan tu alma. La mejor concha es la concha muerta.
-Sander, decimos eso de nuestros enemigos: el mejor japonés es el japonés muerto. El mejor vietcong es el vietcong muerto. La frase viene de la conquista del Oeste. Ya la decía el General Custer: : "El mejor indio es el indio muerto".
-Pues yo la digo de las mujeres de este mundo. No hay una buena, Joe Carter. Por eso digo esa frase. La mejor concha...
-Es la muerta. Ya lo has dicho, Sanders. Pero no creo que nos pongamos de acuerdo sobre eso. Detesto a las mujeres, sí. Todo hombre con sus atributos bien puestos debe hacerlo. Pero las necesito. Y he encontrado una que otra con el corazón de almíbar. Y te confiare algo: creo que hay más. Volvamos a lo nuestro: me decías que eres escritor.
-Escribo ensayos y novelas. Quiero escribir un gran tratado sobre la condición humana.
-Eres un sabio, Sanders. Háblame más.Te escucho. Quiero tener algo de tu sabiduría.
No olvidemos que yo tenía, en Vietnam, casi veinte años, sólo eso. Era materia fácil para ser moldeada por un hombre de la certidumbre, de la visión devastadora que Sanders tenía de la vida. Esa visión se había tramado entre masacres, depredaciones, asesinatos. Era la visión más oscura que alguien podía tener del animal humano. Con todo, el sargento Austin Sanders hizo de mí un hombre más crecido del que yo era por entonces. Más acido, más amargo, pero más sabio. Lo verás amigo, a lo largo de este relato. Sólo por Sanders, por lo que él me hizo ver del alma humana, por el modo en que me enseñó a asomarme a ese abismo, pude tener la conversación que habré de tener con un cierto Capitán Willard en un mugriento apartamento de Saigón. Miré en su alma como si descifrara el sencillo crucigrama de algún matutino barato. Me verán sorprenderlo, llevarlo a decir eso que él quería ocultar y yo conocer: el sentido de la misión que estábamos por iniciar y el nombre del personaje sombrío, misterioso, en cuya persona ese destino residía, se encarnaba.
Siempre habrá guerras, decía Austin Sanders. Porque el hombre es malo, Carter.

Carter en Vietnam-José Pablo FeinmannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora