Si me preguntan qué hacía en Saigon, solo, a la deriva, sin conchabarme en ningún platoon, no sabría responder. Sanders había metido no poco veneno en mí. Pero yo sabía que esa guerra había terminado. Entré en un lugar de comidas, de bebidas, de mujeres. Las prostitutas iban de un lado a otro, ofreciéndose. Rechacé a un par de ellas. No necesitaba sexo. Si algo necesitaba, no lo sabía. Probablemente necesitara lo que no demoró en ocurrir. El inicio de una aventura. La aparición del Capitán Willard. Antes que eso sucedió algo inesperado. Como inesperados, fulminantes eran estos rojos. Un guerrero vietcong saltó a través de una ventana, entró como si volara, se detuvo con una firmeza sorprendente sobre sus piernas escuetas pero vigorosas, ágiles, y sacó una granada de su cinturón. Todos se aterrorizaron, el lugar se cubrió de gritos. Las prostitutas enloquecían. Nuestros hombres veían la cara de la muerte. Volaríamos todos por los aires. En pedazos o malamente heridos. O idiotas. Me arrojé sobre el rojo y le arrebaté la granada. Fue sencillo. Creanme, lo fue. El canalla le había arrancado el seguro y estaba a punto de arrojarla. Había gritado como un loco:
-Troi oi la Troi!** ¡Ay, Dios mío!
Dueño de la granada, lo di vuelta en el aire y lo puse boca abajo. Son livianos. Y yo, a esa edad, tenía la fuerza de tres leones. Pero me poseía una duda: ¿tendrían estos malditos el agujero del culo en el mismo lugar que nosotros? Bajé sus pantalones. Sí ahí estaba. Eran humanos después de todo. Hundí la granada en ese agujero. La hundí por completo, amigo. El pobre rojo exhaló un grito de dolor que habría apiadado a cualquiera, no a mí. Luego lo tiré por una ventana trasera. Lo tiré lejos. Donde nada podría pasarnos. Salvo a él. Oímos la explosión. Fue divertido lo que de él regresó. Regresó por la misma ventana que lo arrojé. Un pié, sus dos manos. ¡Y la cabeza, amigo! Todos me aplaudieron. Los civiles. Algunos sargentos. Algunos tenientes. Las prostitutas, todas. Me convertí en un héroe. Como supremo reconocimiento me entregaron la cabeza del maldito rojo. Dije que agradecía el trofeo pero sería mejor entregarla al encargado del establecimiento y que él eligiera dónde ponerla. El hombre, un rudo irlandés que vaya uno a saber qué demonios hacía ahí y cómo había llegado a ser dueño del lugar, se sintió honrado por el obsequio.
-Mira, valiente americano-dijo-, la pondré aquí, en la vitrina, junto a este whisky espléndido que lleva por nombre nieblas de Irlanda.
Puso la cabeza en la vitrina. Se veía rara ahi. Los ojos del rojo estaban muy abiertos y también su boca. La sangre aún chorreaba a lo largo de la vitrina humedeciendo otras botellas, sin duda de exquisitos alcoholes. Poco pareció importarle al irlandés. Sabría por qué. Luego supe que la clientela, que ya desbordaba, aun aumentó por quienes venían a mirar la cabeza del sucio rojo. Criatura insondable la criatura humana, diría el teniente Sanders.
No se prolongó mucho más el reconocimiento de los parroquianos por mi decidida acción. Así es la gloria, supongo. Dura menos, mucho menos que la derrota. Todos regresaron en seguida a lo suyo. Me senté a la barra y pedí un scotch.
-De ese que tienes junto a la cabeza del rojo-dije-. Tú dijiste su nombre y ese nombre me atrajo: Nieblas de Irlanda.
-Oh, no, soldado-dijo el irlandés-. Sólo me queda esa botella y la guardaré para mi. Pienso terminarla esta noche. Compréndeme, tengo problemas para dormirme en esta ruidosa ciudad. Y sólo ella logra entregarme el sueño.
Le mostré una de mis granadas.
-O me das un trago de ese scotch o la próxima granada la meteré en tu pestífero culo, rata hedionda. Te aseguro que te hará dormir mejor que la entera botella de Nieblas de Irlanda. Te aseguro también que jamás tendrás problemas para dormir.
Me sirvió el scotch. Me dediqué a beber. Y ahí empezó todo.
Un hombre se sentó a mi lado.
-Has hecho un buen trabajo con el Kamikaze vietcong-dijo.
-No creas. Soy ágil, soy joven. Fue fácil. Añade a eso mi odio por este enemigo sorpresivo, que está en todas partes y en ninguna y tienes la película completa.
-Me gustó esa película.
Lo miré. Era un capitán del Ejército. Le debía respeto.
-¿Cómo te llamas?-preguntó.
-Joe Carter.
-Pues bien, Joe Carter. Yo soy el Capitán Willard.
¿Quieres una misión?
-Me muero por una misión. Me aburro en esta ciudad, Capitán. Un día repite al otro, y ese otro al anterior. Uno pierde la idea del tiempo. Carezco de un calendario. Si lo tuviera, me extraviaría en él. Sólo habría números ahí, pero no habría vida. Agonizo en Saigón, Capitán Willard.
-Lo mismo me pasaba a mí. Ni de mi nombre tenía memoria. Si tenía un pasado, lo ignoraba. De ahí a la locura, un solo paso, amigo. Me dieron una misión. Te daré una a ti. O mejor dicho: te unirás a la mía. Ven, busquemos un lugar más seguro. De lo que tengo que decirte, no ha nacido el ser humano que pueda escuchar palabra alguna.
-Capitán, si no ha nacido, no la escuchará.
-Sabes, tienes una mente lógica. Razonas bien. Cuida tu razón, soldado. Al regresar probablemente la hayas perdido. También yo.
-Dios, Capitán: ¿adónde vamos?
-Al corazón de las tinieblas.
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Carter en Vietnam-José Pablo Feinmann
HumorJoe Carter es un detective privado de escasa paciencia y métodos poco convencionales, un buen amigo de sus amigos de la CIA, del FBI y hasta del Pentágono. Es -en no menor medida y tal vez con mayor impiedad- un auténtico killer, contratado con frec...