2- Thibault

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-¡Te digo que me dejes tranquilo!

-No irás a ninguna parte hasta que no vengas a verlo.

-¡Déjame! Ya lo he intentado quince veces, y eso no cambia nada en absoluto. Es abominable, infecto, vulgar y grosero. Parece un dibujo animado mal hecho. No me interesa.

-¡Es tu hermano, joder!

-Era mi hermano antes de que atropellara a esas dos crías. Al menos el destino no lo ha esquivado. Tal vez habría sido mejor que la palmase como ellas, pero a fin de cuentas ha recibido un merecido castigo.

-¡Hostia, Thibault, escúchate un poco! No es posible que pienses todo eso que dices.

Me quedo de piedra. Hace un mes que repito el mismo discurso a todo el mundo y mi primo sigue creyendo que solo se debe a la preocupación. Ya no estoy preocupado. Lo estuve al principio, cuando llamaron del hospital, cuando mi madre se desplomó sobre las baldosas de la cocina, cuando circulábamos con el viejo 206 de mi primo sobrepasando los límites de velocidad. Lo estuve hasta que vi a un policía a la puerta de la habitación de mi hermano. A partir de ese momento, sencillamente monté en cólera.

-Sí, pienso cada una de mis palabras.

He pronunciado la última frase en tono glacial. Aparentemente, mi primo no se lo esperaba. También él se queda plantado en el pasillo. Sé que mi madre está ya en la habitación 55.

Unas enfermeras nos adelantan, imperturbables.
Lanzo una mirada a mi primo. Está petrificado de vergüenza.

-Ya basta de soltarme el rollo, déjame en paz. Inventa lo que quieras de cara a mi madre. Nos vemos a la salida.

Me doy la vuelta, empujo el picaporte de la puerta de mi derecha, que lleva a la escalera, y la cierro de un portazo a mi espalda. Nadie utiliza jamás la escalera en un hospital, de manera que cierro los ojos, me apoyo en la pared y, lentamente, me dejo resbalar hasta el suelo.

El frío del hormigón encerado me atraviesa los vaqueros, pero me trae sin cuidado. Ya tengo los pies helados tras el trayecto en coche sin calefacción y mis manos deben de estar azules. Hasta me atrevo a imaginar el color que tendrán este invierno si sigo olvidándome los guantes cada vez que salgo. Aún estamos en otoño, al menos oficialmente, pero hay un aroma a invierno en el aire. Yo solo noto la bilis que me sube hasta el fondo de la garganta, como siempre que pongo los pies en este hospital. Querría vomitar a mi hermano, vomitar su accidente y vomitar el alcohol cuyo exceso durmió al día siguiente, tras haber atropellado a las dos niñas. Pero mi garganta se limita a cerrarse con espasmos sin que salga nada. Genial. Vomito aire.

El olor del hospital se me cuela por las ventanas de la nariz. Es curioso. Por lo general no huele tan fuerte en la escalera. Abro los ojos para ver si por casualidad algún médico ha dejado caer algo y suelto un taco.

Vaya patinazo, estoy en una habitación. He debido de confundir el símbolo de la salida de socorro con un cartel cualquiera colgado en la puerta. Más vale que me largue antes de que la persona que ocupa la cama se despierte.

Desde donde estoy solo veo la parte inferior de las piernas. Bueno, veo la sábana rosa que las cubre. En efecto, huele a química de hospital, pe ro otra cosa retiene mi atención. Hay un olor adicional, algo que no tiene nada que ver con los medicamentos ni con la asepsia constante del lugar. Cierro los ojos a fin de concentrarme.

Jazmín. Huele a jazmín. No es un olor corriente. Pero estoy seguro, huele igual que el té que toma mi madre todas las mañanas.

Es curioso, el ruido de la puerta no ha despertado al paciente. Tal vez todavía duerma. No consigo saber si se trata de un hombre o de una mujer, pero, solo por el olor, me inclino por una mujer. No conozco a ningún tío que se perfume con jazmín.

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