PRÓLOGO

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Ya estaba anocheciendo, pero aún era temprano; caminaba a paso lento, molido de su sesión de entrenamiento en el gimnasio. Aunque le dolía todo el cuerpo, era una actividad que le reconfortaba, y la molestia corporal no le iba a impedir seguir haciéndolo.

             Cogió el tren más cercano para ir a casa, sentándose enfrente de la puerta. Tiró la bolsa de deporte entre sus piernas y relajó el cuello, recostándose contra la ventana que tenía detrás de su nuca.

            Durante el tiempo que duraba su trayecto se dedicaba a observar al resto de los viajeros: algunos, cansados de un día largo, dormían apoyados en las ventanillas; otros leían el periódico, concentrados quizás en sus pensamientos, y había quienes contemplaban con aire ausente el exterior del vagón.

            Una voz masculina y artificial anunció su parada, por lo que se preparó para bajar. El andén estaba repleto de gente que se movía ágilmente, con los teléfonos en la oreja, los maletines en la mano o el rostro inexpresivo. Él también era de esos: salió de los primeros y esquivó a varios despistados, dirigiéndose a la salida.

                Nada más pisar el último escalón de la estación, notó que su camiseta se mojaba lentamente: era lo malo del otoño, que el tiempo podía variar y hacer que un día que amanecía apacible se volviera lluvioso en escasos minutos. Maldiciendo el mal tiempo y el no llevar un paraguas, echó a correr para llegar cuanto antes a su casa.

               Su barrio no era muy transitado. A esa hora las carreteras estaban plagadas de coches parados, pitando, con conductores enfadados y deseosos de llegar a casa y descansar; pero eso era lejos de donde vivía, y no tardó en abandonar el tumulto para adentrarse en pequeñas calles de viviendas unifamiliares.

                Por culpa de las prisas no se percató de que lo estaba siguiendo. Un grupo de jóvenes, conocidos en su barrio por tener normalmente propósitos desagradables para sus vecinos, se acercaban a él y comenzaron a llamarlo con gritos. Él ya se lo olía y sabía que lo mejor era continuar su camino e ignorarlos.

                Esta vez no tuvo la suerte de librarse de ellos. Uno consiguió cogerlo y detenerlo agarrándole del brazo. Logró zafarse de él al primer tirón, pero los demás ya los habían alcanzado.

                —Vaya, mira lo que tenemos aquí —comentó con sorna el líder, un muchacho de una edad cercana a la suya y bastante conflictivo—. Ya sabes cómo va esto. Danos lo que lleves encima y date el piro, que no tenemos todo el día.

             Sus acompañantes se rieron burlonamente de las palabras de su jefe. Él no era un chico violento, pero tampoco se dejaba acobardar con facilidad. Decidió no responder ni entregar nada de lo que le habían pedido. Trató de disimular su nerviosismo para que no vieran ningún atisbo de debilidad en él.

             Sus adversarios, que enseguida adivinaron sus intenciones, no tenían propósito de marcharse, y menos de dejarle en paz. Apretó los puños con fuerza, preparado para defenderse ante cualquier contratiempo, pero ellos actuaron mucho más rápido... y por la espalda.

             Sin ninguna señal por parte del líder, sintió que pasaban algo frío y grande por debajo de su cuello: el muchacho que le había agarrado del brazo se había quedado detrás de él desde el principio, y había sacado una porra de su chaqueta. Acto seguido y sin tiempo de reaccionar, le tiró para atrás, cayendo al suelo y dándose un golpe en la cabeza.

             Escuchó cómo el grupo comentaba algo; él apenas les entendía, estaba mareado y confundido. La fuerza del tirón le había dejado sin respiración e incluso ahora que ya no tenía la porra en el cuello le costaba coger aire. Intentó levantarse, aunque no fue una decisión muy acertada: otro de los chicos le propinó un puñetazo en la cara, por lo que volvió a quedar tumbado y rozando la inconsciencia. Notaba que estaba sangrando.

             Sus agresores se dieron cuenta de que habían rebasado los límites de un simple atraco y murmuraban entre ellos, nerviosos. Con todo, aprovecharon su estado para rebuscar en sus bolsillos y en la bolsa de deporte, cogieron el móvil y el dinero de su cartera y se alejaron de allí corriendo, dejándole tirado y solo en la calle.

             A él ya no le importaba que le hubiesen robado: el dolor en su cabeza iba en aumento y su espalda había sufrido contusiones al caer. Totalmente calado por la lluvia, se arrastró como pudo hasta la acera y desde ahí al timbre más cercano, al que llamó con fuerza.

             Trató inútilmente de levantarse agarrándose del tirador de la puerta, por lo que al final se quedó allí apoyado, exhausto, esperando que alguien abriese... pero nadie lo hizo.


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MIS ALAS POR UN BESODonde viven las historias. Descúbrelo ahora