37. Con los ojos del alma

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—Entonces... esto va en serio —afirmó el padre de Ámbar cuando nos quedamos solos en medio de aquel almuerzo organizado por mi novia y Mamama. Las chicas habían ido a no sé dónde.

—Muy en serio —confirmé nervioso sintiéndome como un adolescente al escrutinio de este hombre—. Yo la amo, señor... Puede estar seguro que quiero hacerla feliz.

—Me alegra, Mariano... Ámbar merece ser feliz, ha vivido demasiadas tormentas injustas.

—Lo sé... —asentí con reverencia. Las chicas estuvieron de regreso y la conversación no fue más allá de eso.

Cuando volvimos a casa de dejar a su padre y su mujer en el hotel donde se estaban quedando, nos recostamos en el sofá. Ambos parecíamos haber recobrado el oxígeno que los nervios por dicho encuentro nos había causado.

—Le caíste bien a papá —dijo ella tomando mi mano y besándola.

—Él también me cayó bien, se nota que te adora y eso me encanta.

—Ya queda poco... pronto estaremos unidos para siempre.

—Ya lo estamos, digamos que lo haremos formal —sonreí abrazándola y atrayéndola hacia mí. Entonces comenzamos un juego de besos y caricias que nos llevó por los caminos vertiginosos del placer y del deseo.

***

El día de la boda fue un día perfecto. Estábamos en el pueblo desde el viernes en la noche, nos quedábamos en el convento, en cuartos separados por supuesto. Me levanté temprano y fui hasta el campanario. Podía sentir el calor de los rayos del sol calentando mi piel, penetrando en mi alma, iluminando mi oscuridad, como si Dios estuviera haciéndome percibir la luz a través de mi piel, impregnándose en mi alma. Podía sentir su calor en ese calor, podía sentir su bendición en mi vida, la confirmación de que estaba haciendo lo correcto y de que Ámbar era el milagro que yo había esperado toda mi vida. Un milagro de amor, porque siempre me dijeron que Dios era amor.

También podía sentir la luz brotando de mi interior, desde el centro de mí ser, ventilando los resquicios más profundo de mi alma, espantando a los fantasmas y las sombras que por años me atormentaron y me impidieron ser feliz. Suspiré y entendí que la felicidad real iba mucho más allá de algunos momentos felices, que la vida estaba llena de momentos malos y buenos, pero que no son estos la base de la verdadera felicidad. Entendí que a todos nos azotan tormentas, la diferencia está en cómo las enfrentamos y como nos preparamos para afrontar la siguiente. La felicidad real radica en nuestro interior y sale a la luz cuando nos damos cuenta que somos nosotros mismos los que poseemos la fuerza para descubrirla, así como somos nosotros mismos quienes poseemos también la fuerza para destruir las tinieblas que nos consumen desde adentro.

Con los ojos del alma ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora