Εννέα

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Sentía el tirón en las ingles gracias a la posición. Notaba las gotas de sudor de la nuca bajándome por la espalda y las manos me temblaban mientras enterraba los dedos en la silla, sintiendo un plácido mareo debido a la intensidad, al calor, la adrenalina y la imperiosa necesidad de llegar al ansiado orgasmo.

Respirábamos prácticamente un solo aliento, la calidez se mezclaba, perdíamos el resuello. Hice la cabeza hacia atrás mientras abría la boca para tomar, al fin, una generosa bocanada de aire. El corazón me latía desbocado, pero no iba a dejar de moverme por nada del mundo. Él tampoco dejaría que lo hiciera. Sam mordió mi cuello cuando jadeé y yo me abracé como un desesperado al suyo. Él también sudaba, con aquellas manchas negras de grasa en sus brazos, que ya habían transferido a mi piel en nuestro afán de refregarnos. Estaba sentado sobre sus caderas, cara a cara y pecho con pecho, con su miembro penetrándome, notándolo entero, sintiendo la inmensidad del gozo convertida en sexo.

En su taller, donde únicamente se deberían oír nuestros gimoteos. Estábamos encerrados en su pequeño despacho, él sentado en su silla y yo montándolo.

Sam tenía sus manos sobre mis nalgas, ayudándome en la posición, aferrándome a él mientras me mordía las clavículas y pasaba sus labios por toda la extensión de piel que llegaba a abarcar. Yo sólo sabía jadear, brincar y gruñir su nombre. Notaba que formaba parte de mí, encajando tan bien como siempre, volviéndome loco de placer en cada movimiento, necesitado del sabor de su boca y la humedad de su saliva.

Cerré los ojos cuando su mano se dirigió a mi miembro, encerrándolo y restregando el pulgar en la punta. Me ardían las mejillas, lloriqueaba en cada sacudida. Solté el último suspiro y me fui contra su boca, aplacando los gemidos con sus labios cuando mis extremidades perdieron las fuerzas, escasos segundos en los que caía en el pozo del éxtasis, notando también sus temblores y el calor de su orgasmo llenarme por completo. Era delirante, casi irreal la forma que teníamos de abandonarnos y tocar, hasta con la yema de los dedos, la suavidad del placer que éramos capaz de regalarnos con nuestros cuerpos.

—Vas... ¿Vas a seguir haciéndome esto? —murmuró sin aliento, rozando su nariz con mi oreja.

—¿Haciendo qué?

—Esto. Llevas tres días viniendo a la hora que sabes que cierra el taller y siempre hacemos esto

No pude evitar sentir unas cosquillas por la espina dorsal. Cerré los ojos y solté un ronroneo cuando me intenté mover. Me sentía demasiado húmedo y pegajoso, pero no me sorprendí al no querer ponerle un remedio inmediato. Quién me había visto y quién me veía. Yo, que jamás toleraba esos momentos sucios del sexo y hasta prefería polvos en la ducha que sentirme así. Yo, que iba a buscar a mi Adonis en su rol de sudoroso mecánico porque con sólo verlo me excitaba. Qué coño, con sólo imaginármelo. Todo eso y más que con Sam tenía que ser distinto...

Sí, llevaba tres días yéndolo a buscar, sobre todo después de que al día siguiente de nuestra «reconciliación» no nos pudiéramos ver porque tuvo que hacer unos recados por trabajo fuera de Atenas. No hubo segundo en el que no me arrepintiera del tiempo perdido con él, a pesar de que también tuviera que aceptar que me fascinaba nuestra sedienta necesidad.

—No puedo evitarlo —susurré muy despacio, moviendo mis caderas en un vaivén demasiado suave. Sonreí cuando me separé para mirarlo.

Sam posó sus ojos sobre mí como un depredador, entrecerrándolos y poniendo aquella cara tan sexy que me volvía majareta. Era innato en él poner esas expresiones tan provocadoras, o seducir con la mirada más simple, porque en sí, Sam no tenía que hacer mucho más para provocarme. Era mi Dios y absoluta perdición, el único hombre que me había hecho suspirar hasta con las pintas que para el resto del mundo no serían apetecibles.

ERASMUS. Destino: Grecia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora