El Lenguaje De Las Flores

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La era victoriana nos ha cedido una larga serie de ensayos lingüisticos. Uno de ellos, acaso el más aromático de todos, es aquel extraño experimento llamado el lenguaje de las flores.

En realidad, hablar de un lenguaje de las flores es un tanto excesivo. Básicamente se trataba de un código mediante el cual se le asignaba un significado distinto a cada flor, que unida a otra en un ramo o un arreglo conformaban un mensaje. Esto permitía que dos amantes clandestinos mantuviesen contacto más allá de las prohibiciones y convenciones de la época.

Esta clase de código tiene sus raíces en la Edad Media, donde eran llamadosTussie-Mussies, más sencillos que los intrincados códigos victorianos; y también en el complejísimo Hanakotoba, la lengua de las flores en el Japón.

Así como el narrador selecciona palabras para dar forma a un mensaje, las flores eran reunidas siguiendo las mismas intenciones. La idea era darle una voz a las flores, hacerlas parte de la comunicación entre dos personas que no pueden verse. Pero pronto el sistema de signos y códigos se fue haciendo más y más extravagante. De frases sencillas se pasó a intrincadas declaraciones que no siempre eran bien interpretadas. Además, debemos pensar que los colores mutan con las horas, de modo que un mensaje floral que se retrasa unos días puede trasmitir un mensaje exáctamente opuesto a las intenciones del emisor.

Al principio las cosas era ciertamente sencillas. Las rosas rojas significaban "pasión", las rosas jóvenes indicaban cierto romanticismo incipiente, las blancas y amarillas designaban agradecimiento o un voto de amistad; los girasoles anunciaban respeto, las margaritas inocencia; las anémonas amor eterno; y los narcisos tristeza.

La muerte del lenguaje de las flores fue, al contrario de lo que sucede con cualquier otra lengua, su popularidad. Inevitablemente se hicieron variaciones regionales, se agregaron significados y se suprimieron otros. Algunos leían declaraciones flagrantes allí donde apenas se deseaba un buen viaje. Damas de incontrastable cordura leían invitaciones lascivas en arreglos que inquirían sobre el valor de una propiedad o alusiones de orden climático. Los floristas se convirtieron en los poetas de la época, pero en poetas desequilibrados, inestables, con idioma propio. Los jóvenes comenzaron a advertir mensajes secretos en las flores ubicadas en las ventanas, y leyeron largos pasajes bucólicos en los jardines de sus amadas, intuyeron desengaños donde había aceptación, o despecho donde reinaba el hastío o la indiferencia.

Más aún, cuando los amores excedían los beneficios de la vecindad se debía apelar al buen tino de un florista desconocido, de tal forma los mensajes trasgredían las normas de una región y adoptaban otros, a veces perfectamente desconocidos por el receptor. En palabras de un Oscar Wilde indignado, hay algo peor que no recibir un mensaje de la persona amada, y es recibir un mensaje confuso. Nosotros, menos sensibles que el amigo Wilde, nos parece que lo verdaderamente abominable del asunto, y tal vez lo maravilloso, es que el lenguaje de las flores nos permite una interpretación caprichosa, de tal forma que podemos traducir una promesa de amor eterno, y acaso de retorno, allí donde se nos traiciona del modo más honesto posible.

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