Y siguió con su discurso. Tenía a Osito agazapado contra el cuerpo, haciendo pequeños movimientos masticatorios con las suaves orejas; y a veces, estimuladas por algún valioso dato esotérico, las orejas se babeaban.
Después de casi una hora, la suave voz de Jeremy se fue apagando y finalmente calló. Osito, irritado, se movió un poco.
—¿Qué pasa?
—Esa chica —dijo Jeremy—. Sigo mirando esa chica mientras hablo.
—Bueno, deja de hacerlo. No he terminado.
—No queda nada que decir, Osito. Miro y miro a esa chica hasta que ya no puedo seguir con la charla. Ahora estoy diciendo lo de las páginas del libro y dando la tarea. La clase ha terminado.
La boca de Osito casi estaba llena de sangre. Suspiró por las orejas.
—No fue mucho. Pero si es todo, qué le vamos a hacer. Si quieres, ahora puedes dormir.
—Quiero mirar un rato.
El monstruo infló las mejillas. Dentro no tenía mucha presión.
—Adelante.
Se apartó del cuerpo de Jeremy y se acurrucó formando un enfurruñado ovillo. La extraña sangre se movía sin parar por el cerebro de Jeremy. Con ojos abiertos y fijos miró cómo sería, un delgado y calvo profesor de filosofía. Estaba sentado en la sala, mirando cómo los estudiantes subían tropezando por los empinados pasillos, pensando en la extraña compulsión que lo llevaba a mirar a aquella chica, la señorita... la señorita... ¿la señorita qué?
—Ah.
—¡Señorita Patchell!
Miró, asombrado de lo que acababa de hacer. Por cierto que no había querido llamarla. Se apretó las manos con fuerza, recuperando la seca rigidez que en él era lo que más se acercaba a la dignidad.
La chica bajó despacio por los escalones, mirando asombrada con aquellos ojos separados. Llevaba unos libros bajo el brazo y le brillaba el pelo.
—¿Sí, profesor?
—Sé... —se interrumpió y se aclaró la voz—. Sé que hoy es la última clase, y que sin duda se irá a encontrar con alguien. No la retendré mucho tiempo... y si lo hago —agregó, asombrándose de nuevo—, podrá ver a Bert mañana.
—¿Bert? ¡Oh! —en la cara de la chica apareció un agradable rubor—. No sabía que usted supiese... ¿Cómo pudo enterarse?
Él se encogió de hombros.
—Señorita Patchell —dijo—, espero que disculpe usted las divagaciones de un viejo, quiero decir de un hombre maduro. Hay algo que le concierne y que...
—¿Sí?
En los ojos de la chica había cautela, y una pizca de miedo. Echó una ojeada hacia atrás, a la sala ahora vacía.
Golpeó bruscamente la mesa.
—No permitiré que esto siga un minuto más sin enterarme. Señorita Patchell, usted empieza a temerme, y se equivoca.
—Creo que debo... —dijo ella con timidez, y empezó a retroceder.
—¡Siéntese! —rugió él.
Era la primera vez en toda su vida que rugía a alguien, y la impresión de la chica no fue mayor que la suya. Ella se hundió en el asiento de la fila delantera, y pareció mucho más pequeña de lo que era, menos los ojos, que eran mucho más grandes.
El profesor movió la cabeza con irritación. Se levantó, bajó del estrado, caminó hacia ella y se sentó en el asiento de al lado.
—Ahora calle y preste atención —en los labios del profesor se movió la sombra de una sonrisa—. La verdad es que no sé lo que voy a decir. Escuche y sea paciente. No hay nada más importante.
El profesor se quedó un rato pensando, siguiendo mentalmente unas vagas imágenes. Oía o era consciente del acelerado ritmo, ahora un poco más tranquilo, de aquel corazón asustado.
—Señorita Patchell –dijo con voz suave, volviéndose hacia ella—. En ningún momento consulté sus antecedentes. Hasta... digamos... ayer, usted era un rostro cualquiera dentro de la clase, otra fuente de pruebas para corregir. No he consultado el archivo de la secretaria en busca de información. Y, por lo que sé casi con certeza, ésta es la primera vez que hablo con usted.
—Es cierto, señor. —dijo la chica con suavidad.
—Muy bien —el profesor se humedeció los labios—. Usted tiene veintitrés años. La casa donde nació tenía dos pisos y era bastante vieja, con una ventana emplomada en saliente en la curva de las escaleras. El pequeño dormitorio, o habitación de los niños, estaba exactamente sobre la cocina. Cuando la casa estaba en silencio se oía allí debajo el ruido de los platos. La dirección era calle Bucyrus número 191.
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Diccionario Demonológico
RandomDiccionario demonológico o infernal ¿quién es quién en los Infiernos? ¡¡ ADVERTENCIA!! EL diccionario demonológico está basado más en la mitología y la poesía que en la convicción de que tales prodigios sean posibles. En lo que sí creemos es que...