El Osito De Peluche Del Profesor Part. 3

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-¡Pero... sí! ¿Cómo lo sabía?

El profesor se llevó las manos a la cabeza.

-No lo sé. No lo sé. Yo también viví en esa casa de niño. No sé por qué sé que también usted vivió allí. Hay cosas que... -se dio un golpe con los nudillos en la cabeza-. Pensé que usted podría ayudarme.

La chica lo miró. Era un hombre pequeño, brillante, cansado, que envejecía rápidamente. Le apoyó una mano en el brazo.

-Ojalá pueda -dijo en tono afectuoso-. Ojalá pueda.

-Gracias, niña.

-Quizá si me contara algo más...

-Quizá. Algunas cosas son... feas. Todo está lejos, envuelto en una nebulosa, y apenas lo recuerdo. Sin embargo...

-Continúe, por favor.

-Recuerdo -dijo el profesor, y su voz era casi un susurro- cosas que ocurrieron hace mucho tiempo, y cosas recientes que recuerdo... dos veces. Un recuerdo es claro y nítido, y el otro es viejo y borroso. Y de la misma manera borrosa recuerdo lo que sucede ahora mismo... ¡y lo que sucederá!

-No entiendo.

-Aquella chica. La señorita Symes. Murió aquí ayer.

-Estaba sentada detrás. -dijo la señorita Patchell.

-¡Lo sé! Sabía lo que le iba a pasar. Lo sabía vagamente, como si fuera un recuerdo antiguo. A eso me refiero. No sé qué podría haber hecho para evitarlo. Supongo que nada. Pero en el fondo tengo la sensación de que fue culpa mía, que resbaló y cayó por culpa de algo que hice yo.

-¡Oh, no!

El profesor tocó el brazo de la chica con muda gratitud por la comprensión que notaba en el tono de su voz, e hizo una mueca triste.

-No fue la primera vez -dijo-. Ocurrió muchas, muchas veces. De niño, de joven, estuve plagado de accidentes. Llevaba una vida tranquila. No era muy fuerte, y siempre me interesaron más los libros que el béisbol. Pero fui testigo de más de una docena de muertes violentas e inútiles: accidentes de tránsito, ahogados, caídas y uno o dos... -le tembló la voz-. ...que no mencionaré. Y hubo innumerables accidentes menores: huesos rotos, mutilaciones, puñaladas... y cada vez, de alguna manera, yo tenía la culpa, como en el caso de ayer... y yo... yo...

-No -susurró la muchacha-. No, por favor. Usted no estaba ni siquiera cerca cuando cayó Elaine Symes.

-¡No estaba cerca de ninguna de las víctimas! Eso no importaba. Jamás me liberé del peso de la culpa. Señorita Patchell...

-Catherine.

-Catherine. ¡Muchas gracias! Hay personas a las que los actuarios de seguros llaman «propensas a los accidentes». La mayoría sufren accidentes por propia negligencia, o por alguna anomalía psíquica que los lleva a desafiar el mundo, o a exigir atención haciéndose daño. Pero algunos lo único que hacen es estar presentes cuando ocurre un accidente, sin verse involucrados: son catalizadores de la muerte, si me permite una frase tan ampulosa. Aparentemente yo pertenezco a ese grupo.

-Entonces... ¿por qué siente culpa?

-Fue... -de repente se interrumpió y la miró. La muchacha tenía una cara dulce, y ojos llenos de compasión. El profesor se encogió de hombros-. Ya he dicho muchas cosas -admitió-. Que agregue otra ya no parecerá más fantástico, y no me perjudicará más.

-Nada que me cuente a mí lo perjudicará. -dijo la muchacha con un destello de firmeza.

El profesor le dio esta vez las gracias con una sonrisa, se serenó y dijo:

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