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Dylan Ortiz se presentó al día siguiente en la biblioteca y al siguiente a ese. Así que la señorita Garrido me llamó por la mañana y me preguntó si me molestaba que ella lo contratara. La verdad no, así que Dylan pasó al glamoroso y bien remunerado trabajo de acomodador de libros en la biblioteca y se ocupaba del segundo piso mientras yo del primero.

Cuando salimos del trabajo ese día, Dylan y yo caminamos por la destartalada calle de los inocentes. Le decían así porque en esa manzana completa estaba la cárcel. Supongo que era porque la mayoría de los que ahí se encontraban decían que lo eran. Los adoquines estaban partidos y había muchas grietas así que teníamos cuidado de ir mirando el suelo y saltando, jugando a no pisar las grietas para no partirle la espalda a alguien con la mala suerte si los pisabas.

Iba a llevarlo a comer completos en unos carritos porque así cuando entráramos a clases sus compañeros no lo tacharan de desadaptado pero prefirió llevarme a su casa que quedaba cerca de ahí.

La familia Ortiz vivía en una casa pequeña, no tenían perros ni jardín pero tenían una gran camioneta estacionada afuera. Su madre estaba gritando adentro, furiosa.

Miré asustada e insegura a Dylan—Está hablando con mi hermano—dijo él con tranquilidad—así hablan ellos.

Apenas entré me pillé que el señor Ortiz estaba huyendo de la escena hasta que se encontró con nosotros.

—¡Hola Dyl!—Dijo el señor Ortiz y me pareció muy gracioso porque él tenía una bonita y masculina voz. Totalmente diferente a Dylan. El señor Ortiz llevaba el cabello largo pero ordenado en una coleta—Cariño, Dyl está aquí—había dicho elevando la voz.

Su madre salió aun un poco enfurecida pero se le subieron los colores al rostro apenas me vio—Lo siento cariño—Dijo ella mientras se ordenaba el cabello y sonreía avergonzada.

—Así que es por eso que Dylan ha estado desaparecido—Dijo mirándome como si pudiera ver a través de mí. Yo no quería meterme en problemas así que mire a Dylan con rapidez.

—Conseguí trabajo en la biblioteca—Dijo Dylan y su padre le chocó los cinco. Su madre parecía respirar con tranquilidad.

Más tarde apareció otro chico más grande. Era una versión estirada de Dylan pero con el cabello desparramado y descalzo. Tenía el brazo rojo y la tinta con un extraño dibujo. Pasó de largo y luego retrocedió sobre sus pasos para mirar que en efecto yo estaba ahí.

Me guiñó un ojo, descarado, y se fue. —¡Federico! –Gritó su madre otra vez y luego se escuchó la puerta de una habitación cerrarse.

Nosotros nos quedamos en la cocina mientras los señores Ortiz estaban mirando la televisión y de vez en cuando nos lanzaban miraditas sospechosas.

—Ese era mi hermano—Dijo Dylan mientras sacaba la mantequilla y hacía pan tostado—Se ha tatuado esta mañana y el tonto creyó que podría esconderlo de mamá.

—Eso es estúpido—Dije yo.

—¿Lo del tatuaje?

—No, esconderlo de tu mamá. Las mamás lo saben todo. Son como Dios—dije antes de darle una gran mordida al pan tostado con mantequilla derritiéndose que me ofreció Dylan. Él solo asintió y me regaló una sonrisa dándome la razón.


Sin azúcarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora