La Vía Apia

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"Sepulcros en despliegue de melancolía. Guardan de los poderosos las cenizas que duermen en la Vía Apia."

Marcelo se entregó de lleno y sin perder un momento a cumplir la comisión que se le había destinado. El día siguiente se dedicó a la investigación. Como se trataba de un cateo de indagación, no se hizo acompañar por soldado alguno. Partiendo del cuartel de los pretorianos, tomó la Vía Apia hacia las afueras de la ciudad.

Una sucesión de tumbas se alineaba a ambos costados de esta vía famosa, cuya magnífica conservación corría a cargo de las cuidadosas familias a quienes pertenecían. A cierta distancia del camino quedaban las casas y las villas, tan igualmente apiñadas como en el centro de la ciudad. Faltaba aún mucha distancia por recorrer para llegar al campo abierto.

Finalmente llegó el caminante a la enorme torre redonda, que se levantaba a unas dos millas de la puerta. Construida de enormes bloques de travertino, había sido ornamentada con la más imponente belleza y sencillez al mismo tiempo. El estilo austero de tan sólida construcción le imprimía un aire de firme desafío contra los embates del tiempo.

A esta altura Marcelo se detuvo para contemplar lo que había recorrido. Roma tenía la virtud de ofrecer una vista nueva y a cual más interesante a aquel observador que recién la conocía. Lo más notorio aquí era la interminable fila de tumbas. Hasta este punto de reposo inevitable habían llegado en su marcha triunfal los grandes, los nobles y los valientes de los tiempos pasados, cuyos epitafios competían en hacer públicos sus honores terrenales, en contraste con la incertidumbre de sus perspectivas en el ignoto de una vida, por ventura, sin fin. Las artes del servicio de la riqueza habían erigido estos pomposos monumentos, y el afecto piadoso de los siglos los había preservado hasta el momento. Precisamente frente a él tenía el mausoleo sublime de Cecilia Metella. Más allá estaban las tumbas de Catalino y los Servili. Aún más allá se encontró su mirada con el lugar de reposo de Escipión, cuya clásica arquitectura clasificaba su contenido con "el polvo de sus heroicos moradores."

A su mente acudieron las palabras de Cicerón: "Cuando salís por la Puerta Capena, y veis las tumbas de Catalino, de los Escipiones, de los Servili, y de los Metelli, ¿os atrevéis a pensar que los que allí reposan sepultados son infelices?"

Allí estaba el Arco de Druso limitando el ancho de la vía. En uno de los lados estaba la gruta histórica de Egeria, y a corta distancia el lugar elegido una vez por Aníbal para lanzar su jabalina contra las murallas de Roma. Las interminables hileras de tumbas seguían hasta que a la distancia terminaban en el monumental pirámide de Gayo Cestio, ofreciendo todo este conjuntó el más grande escenario de magnificencia sepulcral que se podía encontrar en toda la tierra.

Por todos los lados la tierra se hallaba cubierta de las moradas del hombre, porque hacia largo tiempo que la ciudad imperial había rebosado sus límites originales, y las casas se habían desparramado a todos los lados por el campo que la circundaba, hará el extremo de que el viajero apenas podía distinguir en donde terminaba el campo y donde empezaba la ciudad.

Desde la distancia parecía saludar al oído el barullo de la ciudad, el rodar de los numerosos carros, el recorrer multitudinario de tantos pies presurosos. Delante de él se levantaban los monumentos, el blanquísimo lustre del palacio imperial, las innumerables cúpulas y columnas formando torres elevadas, como una ciudad en el aire, por encima de todo el excelso Monte Capitolino, en cuya cumbre se eleva el templo de Jove.

Empero, tanto más impresionante que el esplendor del hogar de los vivos era lo solemnidad de la ciudad de los muertos.

¡Que derroché de gloria arquitectónica se desplegaba alrededor de él! Allí se elevaban orgullosos los monumentos de las grandes familias de Roma. El heroísmo, el genio, el valor, el orgullo, la riqueza, todo aquello que el hombre estima o admira, animaban aquí las elocuentes piedras y despertaban la emoción. Aquí estaban las formas visibles de las más altas influencias de las antigua religión pagaba. Empero sus efectos sobre el alma nunca correspondieron con el esplendor de sus formas exteriores o la pompa de sus ritos. Los epitafios de los muertos no evidenciaban ni un ápice de fe, sino amor a la vida y sus triunfos; nada de seguridad de una vida inmortal, sino un triste deseo egoísta de los placeres de este mundo.

El mártir de las CatacumbasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora