Siempre hay que tener un plan B

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Corrieron como si el diablo les persiguiera, cogidos de la mano firmemente, con los dedos entrelazados como dos niños de cuento de hadas atravesando el bosque. Cada vez que veían las luces de una linterna se apresuraban a cambiar de dirección, ocultándose de la luz en esquinas oscuras o tras contenedores y coches abandonados. A veces a salvo de la lluvia, otras no tanto. John sonreía entonces, mordiéndose el labio cuando echaban a correr, conteniendo las risas. Al igual que Sherlock.

John sabía que a penas quedaban unos pocos metros hasta la salida de metro más cercana, cuando quedaron atrapados en un callejón oscuro y sin salida, esperando a que una patrulla terminara de inspeccionar la zona. Había un viejo contenedor de basuras en el callejón, con la tapa cerrada abierta, floja. Después de analizar la situación y darse cuenta de que si se quedaban allí agachados, en algún momento les encontrarían, el soldado decidió hacer lo único que sabía que les daría una posibilidad: meterse en el contenedor. Tiró de la mano de Sherlock para levantarle del suelo, parpadeando cuando las gotas de lluvia amenazaban con inundar sus ojos. Levantó la tapa de plástico despacio, intentando no hacer mucho ruido mientras miraba a la entrada del callejón, esperando que no apareciera por ello el brillo de una linterna.

Sabía que debería estar aterrorizado, temiendo por su vida, pues ese era, probablemente uno de los momentos clave de su futuro. Si le encontraban allí, en aquel callejón, no habría preguntas. Solo disparos y mucha sangre diluida en el agua de un mugriento nido de ratas en el barrio más conflictivo de La Leonera. Nada nuevo que reportar. Su caso sería archivado como desobediencia civil al toque de queda, y sus cuerpos se arrojarían al Támesis sin más contemplaciones que las necesarias para comunicar a Jim que había dos distópicos menos dando problemas en Londres.

John solo quería que no le cogieran como rehén. Sentía la pistola en su ropa, pegada a su espalda por la cintura de los pantalones. No le temblaría la mano en usarla contra los soldados, y mucho menos lo haría si debía usarla contra Sherlock y contra sí mismo si las opciones de escapar mermaban hasta cero. Tenía muy claro que prefería morir luchando, bajo sus propias condiciones, que vivir un día más como una mascota. Y no permitiría que a Sherlock le hicieran lo mismo que le hicieron a él.

Podía sonar desagradable, incluso un tanto psicótico por su parte, la idea de ir a asesinar a Sherlock en caso de que todo saliera mal. Pero él había visto los horrores de Buckingham. Los había experimentado en carne propia. Había derramado su sangre por ellos. Desperdiciado años de su vida allí dentro, desgarrándose el alma cada día un poco más. Si estaba en su poder evitarlo, iba a impedir que cualquier otro experimentara aquel infierno. Incluso si ello implicaba matar.

Frunció el ceño un momento, sorprendiéndose ante la firmeza de ese pensamiento en su cabeza. Estaba seguro. No iba a dudar. Y no estaba seguro de que eso le gustara. Un dedo frío le pasó por la espalda, y todos sus músculos se contrajeron ante la idea, el instinto de autopreservación más fuerte que su razón, paralizándole ligeramente antes de que pudiera hacer algo tan estúpido como volarse la tapa de los sesos.

Sacudió la cabeza cuando le tocó su turno de entrar, y se sacó la chaqueta para cubrirlos a ambos en la oscuridad del contenedor. No estaban muy cómodos, los dos agachados en el caparazón de plástico, pero sin duda entraba en el Top Diez de John de los escondites más cómodos donde había tenido el placer de estar. Se sentó, consciente de que iba a estar un buen rato allí hasta que salir a la calle fuera mínimamente seguro de nuevo. Cruzó las piernas bajo el cuerpo y luego miró a Sherlock. Había una cierta claridad donde la tapa deformada por el calor, el sol y el agua se levantaba, permitiendo ver dentro de la oscuridad. Lo justo para distinguir levemente los contornos de las formas del otro cuerpo frente al suyo. Vio un brillo blanco cuando Sherlock sonrió, y ahogó una risa. Él tenía esa cualidad, de convertir su miedo en algo emocionante y nuevo, en algo con lo que poder reír. O quizá simplemente era que estaba realmente asustado esa vez y no conocía otro modo de gestionarse a sí mismo.

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