Estableciendo la base

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Sherlock había vuelto de los túneles del metro ya entrada la tarde, cuando la hora y media de luz eléctrica en las calles de la Leonera empezaba. Sabía que tendría que abandonar la zona residencial en a penas unos minutos, pero había un par de cosas que quería recoger en la casa que compartía con su hermano... o mejor dicho, la casa que era de su hermano. Muchas de ellas eran pertenencias personales, la mayoría viejas, algunas no tanto. Sinceramente, la única razón por la que estaba allí era para recoger ciertos papeles, notas que había tomado de sus sueños y del Quimera, que quería que John revisara con él esa noche, a ser posible.

Esperaba que su hermano siguiera trabajando. No quería tener que darle explicaciones sobre dónde había estado todo ese tiempo... cuanto menos supiera Mycroft de la localización de su base, mejor.

Sherlock se había apropiado de un pequeño piso en el centro de Londres: el 221 B de la calle Baker. La casera era una amable distópica a la que tuvo el placer de rescatar de las garras de su marido, un puro drogadicto que la tenía esclavizada. Cuidaba de él y se encargaba de cubrir sus huellas en sus idas y venidas. Sherlock tomaba medidas drásticas cuando viajaba para una estancia larga al otro lado: se teñía el pelo o se lo cortaba, y cambiaba de nombre. Nadie entre los distópicos conocía su alias, así como nadie entre los puros conocía su verdadero nombre. Ni tan solo la buena de Martha Hudson.

Se deslizó por la puerta abierta con tanto sigilo como fue capaz de reunir. Saltó las dos tablas de parquet justo frente a la puerta —sabiendo que chirriaban—, y avanzó rápido y en la oscuridad hasta las escaleras. Subió a saltos, escalando de dos en dos los escalones, hasta que legó al estrecho pasillo superior. La casa olía a cerrado y un poco a polvo. Sobre todo su antigua habitación. O hacía muchos días que Mycroft no se pasaba a dormir por allí, o no se había molestado en hacer limpieza. Sherlock no podía culparle, la verdad. A juzgar por la pátina de polvo y suciedad acumulada en la barandilla, iba a ser lo primero. Mycroft hacía por lo menos una semana que no pasaba por casa.

Por un momento, se temió lo peor.

Era cierto que pensaba haberse hecho a la idea de que su hermano podría no regresar un día de esos de Buckingham. Sherlock era realista, y era consciente de todo lo que pasaba allí dentro, fuera de los límites de La Leonera. Mycroft había pasado ya muchos años al servicio de Moriarty, y sería lógico que cualquier día el Líder se diera perfecta cuenta de que el mayor de los Holmes (y oficialmente el único Holmes de Inglaterra), estaba jugando a dos bandas. En ese caso, no habría clemencia, y ambos lo habían sabido siempre. Tal vez por eso siempre se habían esforzado por no estar en malos términos cada vez que se separaban. Ninguno de los dos deseaba que lo último que pudieran decirse a la cara en esa vida fuera algo desagradable. Ya bastante mal estaba el mundo por sí mismo, sin necesidad de tener que cargarse a las espaldas unas últimas palabras mal elegidas.

Pero Sherlock y Mycroft habían estado cerca de dos meses sin verse o entablar cualquier tipo de comunicación. Sospechaba que si algo grave hubiera pasado, Lestrade o alguien en la cúpula se habría enterado, y se lo habría comunicado. Aunque, si solo había pasado una semana de ausencia, era probable que ninguno de ellos tuviera noticia del suceso a menos que Moriarty así lo quisiera.

Con el ceño fruncido y el corazón en la garganta, recogió los papeles cuidadosamente ocultos bajo una de las tablas sueltas —bajo la que, en otro tiempo, había sido su cama—, se apresuró a doblarlas dentro de su chaqueta, y volvió por donde había venido, asegurándose de mover el polvo para intentar cubrir sus huellas.

No había dado dos pasos por la planta baja, cuando la puerta de la entrada se abrió, iluminando el pequeño recibidor con la luz amarillenta de las farolas antiniebla del exterior. Las tablillas de la entrada gimieron bajo el peso del nuevo inquilino, y Sherlock se apresuró a ocultarse en la cocina, al abrigo de las sombras de una de las esquinas. Cerró los ojos, regulando su respiración, deseando que no fuera una inspección sorpresa como las que había visto hacer en las calles rojas y las colindantes a la plaza del tripi. Una patrulla de inspección le venía demasiado mal.

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