Principios de combate

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Irene salió de la sala de reuniones con dolor de cabeza y ganas de meterse en la cama para dormir un par de horas antes de tener que organizar las patrullas de la segunda ronda tras la salida del sol.

Después de que Sherlock llegara a la sala empapado, asegurando tener noticias sobre la misión de Baskerville, se habían enfrascado en una fría pelea. Irene quería saber por qué demonios Sherlock había desobedecido una orden explícita de no actuar hasta que se les comunicara, además de por qué se había expuesto de esa manera.

—Podrías haber echado a perder toda la operación. ¿Tienes idea de lo que habría supuesto que te descubrieran? —siseó, mirándole a los ojos con una incredulidad y una ira contenida que harían a cualquiera temblar. A cualquiera menos a Sherlock.

—Se suponía que él no iba a estar allí cuando fuéramos. Solo íbamos a recaudar información con Victor, nada más. Se presentó la ocasión, así que actué. Pero tienes razón, lo siento. Debí dejarlo pasar. Dios me libre de tomar la iniciativa en algo y conseguir resultados.

— ¡Esto no es un juego, Sherlock! ¡Los distópicos cautivos en el laboratorio podrían ser asesinados si los militares creen que iremos a por ellos! Hay vidas en juego, maldita sea.

Sherlock dio un paso atrás, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido. La estaba mirando como si no la conociera. Y es que Irene estaba francamente furiosa. Watson no hacía ni un par de semanas que estaba entre ellos, y con Sherlock había pasado menos tiempo aún, y éste ya estaba distraído, embobado. Seguía a John como un perrito faldero. Incluso le había ofrecido de buenas a primeras un lugar en su vagón. ¡En su vagón! Todas las fórmulas del Quimera, las pruebas que Sherlock había estado haciendo con su única salvación, expuestas a un espía en potencia.

No, Irene no estaba ni siquiera un poco convencida de que el soldadito no fuera un caballo de Troya, aún si ni siquiera él era consciente de ello. Había sido demasiado oportuno. Su aparición en la caída de la muralla. Su herida.

Había estado técnicamente muerto, pero eso podía ser simplemente un error de cálculo. El mal menor.

— ¿Por qué sigues pensando que John es un espía? Yo confío en él y nunca me he equivocado con nadie —dijo Sherlock, sus ojos azules estudiándola en profundidad. Irene no cambió la postura, quieta en su lugar igual que una estatua. Entonces él arqueó las cejas y abrió la boca, sus labios ligeramente azulados por el frío mientras que en sus pupilas brillaba el fuego de la revelación —. Tienes miedo. De él.

Ella chasqueó la lengua, molesta, poniendo los ojos en blanco.

—Por favor.

—No hablo de John. Hablo de Moriarty. Te espanta la idea de que todo se vaya a la mierda.

Los ojos de Irene se entrecerraron.

—Vete a dormir, Sherlock. Mañana va a ser un largo día para todos. Agradezco la información, pero ahora lárgate antes de que decida que tu insubordinación y la de Watson merecen un castigo ejemplar.

Sherlock clavó los ojos en los suyos, retándola, y ella no hizo más que cruzarse de brazos y enderezarse en una posición relativamente cómoda antes de devolverle la mirada con igual frialdad. No era la primera vez que discutían, y ciertamente no sería la última. Normalmente Sherlock solía salirse siempre con la suya, a pesar de los esfuerzos que ella hacía por su parte para evitar que fuera así. Que fueran amigos no debía significar que tuviera un trato especial hacia él. De modo que aguantó y esperó, sabiéndose más paciente de lo que él sería jamás.

Con último bufido, Sherlock se dio por vencido y se dio media vuelta, abandonando la sala con el dramatismo que le caracterizaba, sin decir una palabra.

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