Creando la sombra

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— El Líder requiere tu presencia, perro.

— Pues al Líder pueden irle dando mucho por el culo.

El balde de agua helada que le cayó encima le hizo apretar los dientes y encogerse, ahogando un jadeo. La cadena que tenía atada a los pies tintineó cuando dobló las piernas, intentando cubrirse mientras temblaba. Los gruesos eslabones se tensaron, ejerciendo resistencia contra el movimiento. Apoyó la frente contra la fría pared de cemento con los ojos cerrados, recordando por qué hacía lo que hacía. Inspirar, espirar. Inspirar, espirar.

Llevaba una semana encerrado en una sala de interrogatorios de la época en la que se inventó la televisión en color y los vidrios tintados eran necesarios para mantener la identidad de los escuchas a salvo. Era gris, aséptica, de cemento y ladrillo, y en el centro tenía un desagüe. Prefería no imaginar para qué necesitaría una sala de interrogatorios algo como eso, aunque conocía sobradamente la respuesta. El cabello rubio ceniza estaba largo, pegado a su frente y empezando a rozar sus ojos cuando caía al frente. Le picaba la cabeza de tenerlo sucio, y estaba muerto de frío. Había corrientes de aire entrando por los conductos de ventilación, los agujeros en la pared, y la franja de debajo de la puerta, de a penas unos milímetros. Además, estaba desnudo. Le habían sacado la ropa cuando llegó allí, paseándole como una exhibición por los pasillos, hasta que llegó a donde estaba. No obstante, lo único que habían cubierto habían sido sus ojos, con una gruesa venda de felpa, para evitar que recordara el camino al exterior y minimizando el riesgo de una posible fuga. Oyó en algún momento que habían quemado sus prendas.

— Levántate. Ahora.

Apretó las manos, también encadenadas. Su lobo había sido metido en una jaula, en su misma habitación. La jaula estaba electrificada, creando una malla de energía que hería al lobo si intentaba sacar el hocico por ella. El animal estaba encogido en el pequeño espacio, gimoteando por sentir a su dueño sufriendo. Sabía que tenía que dejarse hacer, que tenía que obedecer si quería salir bien parado de todo aquello. Pero él, con veintiún años, era a penas un adulto en una situación desfavorable y desagradable, y su instinto reflejo en caso de peligro no era el de huída. Era el de lucha.

Y si no tenía las manos libres, por lo menos podía usar la lengua.

— A. La. Mierda.

El golpe cayó con fuerza en su mejilla, haciendo crujir sus huesos y golpeándole la cara contra la pared. Los cabrones habían aprendido que si querían golpearle sin dejarle marcas visibles debían hacerlo con una toalla húmeda, así que el peso y la fuerza del impacto eran considerables. Encogió los brazos para proteger la cara, y los golpes cayeron con saña sobre su brazo y sus costillas. Se mordió los labios para evitar gritar de dolor, emitiendo graves gruñidos en protesta. Podía oír a su lobo gruñendo con él, gimoteando.

Pensó en el cuervo negro, en sus ojos claros mirándole con tristeza e impotencia. En cómo se había quedado con él, después de casi romperse el pico intentando ayudarle a escapar. En como había bajado a por él a pesar del peligro...

— Suficiente, Ethan. Lleva al distópico arriba. Jim se está impacientando. Y si le dejas marcas...

— Tranquilo, Moran. Solo estaba poniendo al fenómeno en su sitio.

Alzó los ojos en la oscuridad y se encontró con el tigre de bengala de Moran a la altura de la nariz. Respiró con tranquilidad, observando como los colmillos blancos asomaban bajo los labios peludos. Un gruñido salió de lo mas profundo del animal, que movía la cola con suavidad.

— ¿A quién llamas fenómeno, gilipollas? —preguntó Moran, empujando con fuerza a Ethan a un lado. Cegado por el resplandor de la puerta abierta delante de él, parpadeó, con los ojos doloridos por la claridad. Otra cosa que habían hecho para tenerle allí, había sido apagar todas las luces. Había estado a oscuras una semana entera —. Vamos. Levántate. Y a mí no me hagas enfadar, cachorrito.

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