La pregunta de las preguntas

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Unos rayos de sol penetran por la ventana de la cocina e impactan de lleno en las hojas del cuaderno de Sole, como si quisieran indicarle las soluciones de los deberes de mates. Como está castigada, y no tiene nada mejor que hacer, decide adelantar trabajo; entre otras cosas, porque conoce bien a sus padres: sabe que, en cuanto la vean tranquilita y concentrada, seguro que le levantarán el castigo. «Si me dejan ir, genial. Y a lo mejor me da tiempo para pasar a saludar a Álex, y hablar sobre lo que pasó anoche...»

Komotú se ha acercado a saludar a su dueña. Salta hasta la mesa y, como si fuera una estatua, se queda inmóvil con los ojos cerrados y se pone a ronronear, feliz. —Ay, Komotú, ¡qué mal está el mundo! —le dice Sole—. ¿Sabes por qué a nadie le gustan las mates? ¡Pues porque a nadie le importa qué distancia recorrerá un tren si sale a la hora X y llega a la hora Y a una velocidad de sesenta kilómetros por hora! —No le hagas caso a Sole: las matemáticas mueven el mundo —sentencia Inés dirigiéndose al gato. —Pero el mundo no es matemático. Además, los trenes siempre llegan tarde. —Bueno, por lo menos te está sirviendo para pensar. ¿Cómo lo llevas? —Pues aquí andamos —contesta la chica poniendo voz de pena. —¿Y eso qué quiere decir?

—Mamá, ¿puedo ir al pueblo? Hoy son las fiestas. Por favor... —le ruega, y junta las manos como si estuviera rezando. —Está bien... —accede la madre hablándole con dulzura—. Mira, nos vamos a ir dentro de nada, así que aprovecha bien estos últimos días. Pero, por favor, ni se te ocurra volver a quedarte dormida por ahí ni hacer otra locura, ¿de acuerdo?, que este verano ya has llenado el cupo. —¡Eres la mejor madre del mundo! ¡Gracias! —Dicho esto, sube la escalera corriendo. ¡De pronto le han entrado las prisas! «¡A ver si me da tiempo...!» El pueblo rezuma vida, fiesta y alegría. En la plaza están ultimando los preparativos del concierto de esta noche. En la placita que suele hacer las veces de aparcamiento, las atracciones funcionan a pleno rendimiento. Un pasacalles deambula por el centro del pueblo, haciendo reír a la gente y dándoles caramelos a los más pequeños.

Sole apenas puede pasar entre la gente. Le hace gracia: no notaba tanto bullicio desde que salió de la ciudad. Y, por increíble que parezca, por primera vez percibe la ciudad como algo lejano. No es tan difícil acostumbrarse al aire limpio, a dormir arropado por el silencio del monte o a caminar por las calles casi solitarias. Entra por la puerta metálica de la panadería. Se oye el sonido característico de un timbre de una casa. Cosa rara, no hay ningún cliente. La chica se queda unos segundos parada. No sabe si marcharse o esperar. —¡El pan saldrá a las siete! —dice una voz de mujer desde dentro. —No, disculpe. No quiero pan. Una mujer con una bata azul y el pelo recogido sale del obrador. —¡Ah! Tú eres la niña que se ha quedado dormida en el sofá. —Sole asiente con timidez—. Tu cara me es familiar.

—He venido a comprar pan varias veces, y supongo que ya debe de conocer a mi madre. —Conozco a tu madre, pero conozco mucho mejor a tu padre. ¡Éramos compañeros de clase! —La mujer se queda mirándola fijamente y dice —: ¡Ahora me acuerdo de ti! Tú eres la chica que tropezó de camino al autobús. ¡Fui yo quien te ayudó a levantarte! Sole sonríe y se pone algo colorada. Su rodilla aún se acuerda de ese día. —Estaba llegando tarde... —Mi familia tiene un dicho: «Nunca es tarde si llegas por los pelos». Ahora, dime: ¿qué te pongo? —Venía por si estaba Álex —titubea ella. —Sí, pasa. Está en el cuarto oscuro. Al fondo a la derecha hay una escalera, luego es la tercera puerta a la izquierda. No tiene pérdida. —Vale —responde la chica sin enterarse de nada.

De esta manera sube la escalera y se dirige hacia la tercera puerta, de donde cuelga un letrero que pone: «Llamar antes de entrar». «¿Qué estará haciendo?» No consigue imaginárselo. Llama a la puerta. —Mamá, el pan ya está en el horno. Cuando oigas la campana, lo retiras y ya está... —Humm... No. Soy... Sole. —¡Ah! ¡Un segundo! —La hace entrar a toda prisa cogiéndola del brazo. —¡¿Qué pasa?! De repente se encuentra en un sitio completamente a oscuras, tocada por algo parecido a una espesa cortina, mientras la mano de Álex le roza la cintura para dejarla pasar. Entonces todo se tiñe de rojo, y ante sus ojos se abre una habitación repleta de fotos colgadas como si fueran una colada de ropa. —Acabas de descubrir mi estudio fotográfico —dice él con voz tierna, mirándola directamente a los ojos.

Enseñame el cielo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora