Los planes nunca son perfectos

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No hay tiempo. Faltan cinco minutos para que salga el autobús, y aún le queda un trecho para llegar a la plaza de la Iglesia. Después de una pequeña curva, la chica se ve atrapada por los andares lentos de la gente que se dirige al mercado del pueblo. Ágil como una bailarina, sortea la multitud, y deja atrás a una mujer que le grita algo sobre los jóvenes de hoy, pero Sole ya está demasiado lejos como para oírla. Al cabo de dos calles ve la parada. «¡Por fin estoy llegando!», piensa, exaltada.

Al pie del bonito y humilde campanario, el autobús de la compañía Capira se pone en marcha, puntual como siempre. El corazón se le sale por la boca. Levanta la mano para llamar la atención. El conductor la ve y reduce la velocidad, pero Sole está tan nerviosa que no se fija en una pequeña piedra que sobresale y cae tontamente frente al vehículo. Parece como si el tiempo se detuviera por un momento. La panadera, que va cargada con un enorme saco de pan, se le acerca a toda prisa, hace detenerse al autobús por delante y la ayuda a levantarse. —Niña, ¿estás bien? —Sí, sí... —responde Sole, muerta de vergüenza. —Te has hecho un rasguño en la rodilla. Nada grave —observa la panadera con una gran sonrisa.

Sole no sabe qué decir y empieza a reírse de sí misma. Es la típica reacción con la que intentas demostrar que no te has hecho daño, aunque en realidad te retuerzas de dolor por dentro. Las puertas del autobús se abren con un sonido ensordecedor y el conductor le ofrece una mirada amistosa. —¡Para haberlo grabado! ¡Esa piedra lleva tu nombre! ¿Te has hecho daño? —He tropezado... A la ciudad, por favor. — La chica le da un billete de veinte euros. El conductor le devuelve el cambio y arranca el autobús. El tiempo estimado del viaje son dos horas y cuarenta minutos. Por suerte, el autobús está medio vacío y las miradas curiosas de los pasajeros no tardan en pasar de Sole al paisaje. Una vez se ha sentado al lado de la ventanilla y el autobús se ha puesto en marcha, se da cuenta de que está toda sudada. Levanta la mano para orientar el aire acondicionado. Aliviada por fin, retoma el hilo de

sus pensamientos. Pero algo le impide concentrarse, le duele la rodilla, y la sensación se agudiza cuando ve que en su camisa blanca, recién estrenada, ¡tiene una mancha de cacao del desayuno! Decide humedecerse el dedo para quitársela, pero eso no hace más que empeorar las cosas. ¡Va a llegar a la ciudad hecha un trapo! Además, el conductor le ha devuelto ocho euros de cambio, lo que significa que no tiene dinero ni para regresar. Pero a grandes males, grandes remedios: «En cuanto vea a Óscar le pediré lo que me falta. Todo irá bien, ¡lo presiento!», se repite la chica como un mantra. El trayecto es todo curvas, pueblos pequeños, y un constante ir y venir de pasajeros. Sole tiene el móvil encendido, conecta los cascos y se pone algo de música mientras espera a que haya una buena conexión para llamar a Óscar. A través del vidrio polvoriento observa las montañas rocosas y siente una mezcla de libertad y de rebeldía. Por

una parte sigue el criterio de su corazón, pero por otra ha tenido que engañar a sus padres. ¿Quién dijo que el camino del amor fuera fácil? Al cabo de una hora, el teléfono indica que hay cobertura. Le tiembla el cuerpo de la emoción por el mero hecho de pensar en la cara que pondrá Óscar cuando le diga que va a ir a verlo. Unos cuantos tonos y la llamada se corta. Óscar no ha cogido el teléfono. Surgen las dudas: ¿y sí Óscar no está en la ciudad? O peor aún, ¿y si no quiere quedar? Al final, y después de cinco llamadas, el chico se pone al teléfono. Las pupilas de Sole se dilatan. «¡Menos mal!» Una voz soñolienta le contesta, pues no son ni las nueve de la mañana: —¿Qué quieres? —pregunta Óscar de manera inconsciente. Sole se queda atónita y responde con un impulsivo:

—¿Cómo que qué quiero? Estoy en el autobús... ¡Voy a la ciudad! Óscar guarda un breve silencio. De repente ha recibido demasiada información. —¿Cómo que vienes? —¡Pues eso, que voy a la ciudad para verte! —¿Y eso? —Óscar se incorpora. —Estos dos días se me han hecho interminables, el pueblo está muy aburrido y... —¿Y? —¡Y te echo mucho de menos! —¿A qué hora llegas? —No lo sé. Este bus es una tartana. Pero en los horarios pone que a eso de las once. —¿Y tus padres te han dejado venir sin más? —Es que... No lo saben. Me he escapado de casa. Óscar se queda callado y, sin querer, se le cae el teléfono al suelo. La llamada se corta. El chico suspira acongojado. Sole está yendo muy

Enseñame el cielo. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora