I. Sebastián

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Eran las 13:02 de la tarde de un martes de septiembre, según el reportero del clima era el martes más caliente del año pero una vez más se equivocó. No entendía por qué mi madre se empeñaba tanto en que veamos el pronóstico del clima, parecía que ella no podía iniciar su día si no veía esos cinco minutos con treinta segundos de televisión.

Tenía que refugiarme de la lluvia que amenazaba con caer en cualquier momento. Todavía me quedaba más de medio día por delante y no me hubiera gustado estar húmedo.

Como siempre hacía a las 13:05, entré a mi cafetería favorita, esa que me daba toda la grasa de la que me privaba mi madre. Descubrí esta cafetería hace casi dos años, cuando entré a la universidad y buscaba un lugar para comer. Desde entonces he ido seis días a la semana a aquel lugar: "Cafetería París".

Lo irónico del lugar era que lo único que tenía de "París" era una réplica de la Torre Eiffel, una réplica que comprabas por unos cuantos billetes en cualquier tienda de cosas extranjeras. Ni siquiera las viejas fotografías de las paredes eran de Francia, pero el lugar estaba bien y hasta ahora su comida no me había mandado hasta el hospital.

Siempre entraba a las 13:05 porque era el horario de cambio de turno de las camareras y eso me daba más tiempo para ver el menú. En realidad siempre pedía lo mismo pero nunca sabía cuándo me antojaría algo para aumentar a mi orden común.

Me senté en la mesa de siempre, la que estaba junto a la enorme ventana. Eché un vistazo rápido a la cartilla del menú pero era uno de esos días en los que aunque quisiera comer algo extra el dinero no me alcanzaba.

Las puertas del café se abrieron bruscamente gracias al empujón de una chica que venía corriendo. Fue una fortuna que no rompiera algo por la fuerza con la que entró, las miradas de todos los clientes se dirigieron hacia ella por casi 30 segundos pero luego siguieron con lo que hacían.

- ¡Tarde! - le gritó el señor Suárez a la chica.

-Lo siento. - respondió ella, pero en cuanto se le dio la espalda al dueño del lugar hizo muecas imitándole. Se puso un delantal, se ató el cabello y se dirigió a mi mesa. - Hola, bienvenido a la Cafetería París, ¿puedo tomar tu orden?

La estudié con la mirada. Ojos rasgados escondidos detrás de unas gafas grandes, su nariz un poco grande para su rostro, algunas pecas en sus mejillas, labio inferior grueso, su cabello ahora estaba recogido en un moño desordenado, la liga que lo mantenía lejos de su cuello y su rostro podría romperse en cualquier momento por sujetar tanto cabello. Su camiseta era verde agua y tenía algunas manchas negras.

- ¿Puedo tomar tu orden? - insistió, ahora con un tono de impaciencia.

- ¿Dónde está Mabel?

- ¿Quién?

- La mesera de cabello rojo y pelirrojo, se llamaba Mabel, trabaja aquí, ¿dónde está?

- No tengo idea.

- Pero tú trabajas aquí. - Mabel era una mujer que debía estar por sus cuarenta años. Trabajaba en aquella cafetería desde que yo empecé a ir. De hecho era la única mesera que me atendía y cuando no tenía otros clientes se dedicaba a hablar conmigo. Ella era una mujer muy interesante a pesar de que no tenía hijos ni familia cerca pero empleaba todo ese tiempo libre viviendo aventuras que muchos dirían que no debía hacer.

- El hecho de que también trabaje aquí no implica que sepa la vida de los demás... ¿puedo tomar tu orden?

- Este era su turno. - insistí. No sabía si lo hacía porque de verdad quería saber dónde estaba mi amiga o si es que me estaba gustando hacerle perder la paciencia.

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