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Nos volvimos a encontrar, pero no por pura casualidad. Después de no poder resolver mi aversión por los teléfonos celulares, decidimos que dejaríamos la suerte de nuestras reuniones enteramente en mis manos. Semejante responsabilidad me provocó un poco de miedo, pero supe encararlo.

No sabía con exactitud el rumbo que tomaría nuestra relación. De hecho, hasta ese momento en que me encontré al maestro en el bar, jamás había pensado en él. Ni siquiera se me había escapado una sonrisa al recordar algún evento del pasado que él y yo, como maestro y alumno, hubiéramos compartido. Es más, si por casualidad recordé al maestro —cosa que como ya dije, no hice— seguramente habría sido por algo negativo. Algo del tipo: «¡en bachillerato tuve un maestro que era en verdad un fastidio!».

Pero el maestro que me dio clases en bachillerato y con el que bebí en el bar parecían dos personas completamente diferentes, como sacadas de un cómic de Ciencia Ficción en el que el héroe es trasladado a una dimensión paralela en donde todos sus conocidos no son más que versiones distintas de ellos mismos que las circunstancias de ese otro universo han creado sin importar que el héroe exista o no en esos mundos.

Había un maestro/maestro y un maestro/hombre/persona/humano, o cómo se quiera ver. Por un largo rato, mi mente siguió atrapada en el bachillerato y no lograba distinguir esta diferencia. Viéndolo bien, es una diferencia bastante marcada. Es sólo que nunca llegamos a conocer a la persona porque los maestros la tienen difícil. Tal vez si se les permitiera ser más humanos enfrente de sus alumnos, la educación iría mejor, aunque seguro la Asociación de padres de los distintos colegios soltaría el grito al cielo si un maestro, dejándose llevar por su persona, le dijera a uno de sus hijos que no podía ser más idiota porque no era posible. En su lugar, los maestros dicen algo con la sutileza propia de la experiencia: «si estudiaras más, seguro aprobarías el curso». Los maestros tienen el permiso de educar a los hijos de los demás de la manera en que cualquiera, si quisiera, podría hacerlo; pero como algunos padres viven en sus cosas de padres/padres que no es sino otra manera de disfrazar el «soy padre porque llegué a ese punto de la vida pero en realidad no sé qué hacer con esta carga» se espantan cuando sus hijos llegan a sus casas diciendo cosas que no deberían decir, pero en lugar de rectificarlos se reúnen y apuntan todos sus dedos hipócritas a los maestros, que tienen que defenderse como maestros y no como personas porque mientras estén en el colegio no pueden ser algo más.

La segunda vez que nos encontramos fue en otro bar, uno de ambiente. Nos quedamos de ver en ese lugar y cuando por fin nos localizamos, no nos despegamos en toda la noche. El maestro comenzó a hablar de un alumno que no podía sacarse de la cabeza. No en el sentido estricto del enamoramiento, por supuesto.

—Siento como si, en otro universo, ese chico bien podría haber sido mi hijo. Siento que, a pesar de no estar del todo de acuerdo con él, es mi deber ayudarlo.

—Para ser un profesor con varios años de experiencia, seguro dice bastantes incoherencias —dije.

—Es una sensación que no puedo explicar —continuó—. Como contigo, cuando fuiste mi alumno.

—¿Por eso fue tan severo conmigo?

—Más bien condescendiente.

—Pues a mí no me lo pareció —bufé.

—Desde que nos reencontramos, me gusta pensar que, de alguna manera, contribuí a lo que eres hoy.

—¿Un desempleado?

—Eres bastante agrio —rió. Yo lo imité.

—Después del incidente en el bar se me dificultará mucho obtener empleo —repuse—. No fui a prisión pero la manchita quedó, no se quita con nada. Por suerte, siempre he llevado una vida bastante moderada, y los ahorros me ajustarán un año más, aproximadamente.

Como hojas secas (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora