Soplaba el viento. Soplaba con mucha intensidad, levantando polvo, volando las hojas y la basura. Era un lugar bastante solitario y soleado. Vi hacia adelante, el maestro me aventajaba, por mucho, quince metros. Descansé mis manos sobre mis rodillas e intenté recuperar el aliento. Estaba empapado de sudor.
Quise gritarle para que no me ganara mucha más distancia, pero no pude gritarle «¡maestro!»; con respecto a este tema todavía no había encontrado una solución. Primero pensé que me había pedido que lo dejara de llamar así por un asunto de igualdad. El que nuestras edades estuvieran distantes entre sí no significaba que existiera semejante diferencia entre nosotros. El maestro y yo éramos dos adultos en pleno uso de nuestras facultades, aunque éstas a veces no resultaran del todo aptas, pero contábamos con la capacidad suficiente para discernir y juzgar coherentemente eso que había entre nosotros.
O quizá el maestro buscaba seguridad, como si desapareciendo por completo la palabra «maestro» del léxico de las personas que lo rodeaban, perdería al fin su propia identidad. Parecía que el maestro, a toda costa, quería dejar de ser un maestro. Y sin embargo, de escuchar mis pensamientos, habría dicho que antes yo no sabía el significado de la palabra «léxico». «He crecido, maestro», le diría yo, y él se pondría existencialista.
La silueta que los rayos del sol delineaban se veía sana y fuerte. Los músculos se tensaban, el vaivén de sus piernas era hipnotizante, iba a un ritmo moderado. De lejos así lo parecía pero yo ya me había quedado atrás por completo y no podía asegurarlo. No pensé, sin embargo, que perdía al maestro. Es difícil de explicar, sólo sentí que el maestro tomaba el camino que debía tomar, a la velocidad que debía ser tomado, en la dirección que debía seguirse. El maestro y yo éramos dos entidades separadas, diferentes, iguales, únicas y comunes. La antítesis que constituía la naturaleza de nuestras personalidades hacía que nos complementáramos casi a la perfección pero en realidad entre nosotros existía más bien nada. Era una sensación de vacío y plenitud. Era el cielo despejado una tarde de invierno.
Golpeé mis mejillas y retomé el paso. Adelante se me presentó una curva, ya había perdido de vista al maestro en su totalidad. Al superar la curva volví a distinguir su silueta a lo lejos. Mi corazón siguió latiendo con la misma velocidad. Mi cuerpo era una cinta a medio rebobinar.
Seguí trotando hasta alcanzar al maestro, pero no lo alcancé porque de pronto sus pasos se hubieran reducido debido al cansancio, el maestro se detuvo por voluntad propia.
—No hay viviendas por aquí cerca, ¿no? —pregunté.
—Probablemente lo dejaron abandonado aquí y un auto lo atropelló.
Miré alrededor, luego levanté la vista, los carroñeros con sus finos olfatos volaban casi militarmente sobre nuestras cabezas. El ir y venir del pecho del animal asemejaba el ritmo de mi propio corazón, pero mientras el mío seguiría acelerándose conforme siguiera corriendo, el de esa pobre criatura se detendría en cualquier momento.
—¿Es tarde?
—Eso parece.
Pensé que, debido a las circunstancias, mi corazón tendría que latir más rápidamente. Estaba cansado, sediento, acalorado y con la cabeza a punto de estallarme, y sin embargo, mi pecho seguía moviéndose con calma. Volví a apoyarme sobre mis rodillas. Cerré los ojos, aspiré aire muchas veces.
—No te ves muy bien —me dijo el maestro. Se le notaba bastante cansado. Eso me hizo pensar que tenía mucha fuerza de voluntad.
—No sé qué me pasa —contesté.
Dejamos al perro ahí después de que éste muriera, y regresamos caminando. Me pregunté si, de ser otras las circunstancias del maestro, habría dejado al animal con tanta resignación como lo había hecho, y al mismo tiempo me pregunté cuánta de esa resignación era real y cuánta fingida. Contaba los pasos al ritmo de estos pensamientos, con el sol en lo alto, hiriente y vivo, marcándonos la piel y condensando nuestro silencio como espesas nubes sobre nuestras cabezas. De haberlo querido, ignorando por completo su advertencia, lo habría llamado «maestro», pero en ese momento no me pareció que lo fuera, ahogado todavía por el hedor que pronto cubriría el cadáver del animal que había quedado en medio de la calle para culminar, incluso en su muerte, el ciclo de su vida; de la vida. Y tal vez incluso algo más.
Cuando faltaba muy poco para alcanzar la ciudad conseguimos un aventón. Cuando el maestro saludó al chofer dio un nombre falso. Yo me limité a permanecer en silencio, confundido e incómodo, pero respetuoso, en tanto seguía sin adaptarme a la forma en que el maestro tenía de lidiar con su pérdida. La que no parecía poder superar por más que lo intentara.
Más tarde, esa misma mañana, tuvimos sexo mientras nos duchábamos. Tal vez el perro muerto despertó algo en nosotros. No comprendo cómo funcionan esas cosas, tal vez no fuera así. En todo caso, lo limitado del espacio nos acercó como nunca antes. Fue un giro totalmente inesperado pero bienvenido. No hacía mucha lógica tomando en cuenta los sucesos de las últimas horas, pero no pensé demasiado al respecto. El maestro entonces me abrazó con fuerza y hundió su nariz en mi nuca. Respiró, respiró, suspiró y suspiró y yo me concentré más en esto que en la erección que sentía contra mis nalgas. Ni siquiera intenté frotarme. La respiración del maestro me resultaba muchísimo más erótica. Su respiración y luego su voz. A pesar de sus años como docente, no tenía una voz autoritaria, su voz era más bien pasiva, obediente, casi inexistente. Su voz se fundía con el murmullo del agua que corría y me mojaba. Su voz me empapaba y limpiaba. Su voz me hacía desaparecer.
No comimos ese día, nos limitamos a dormir. Afuera hacía calor. El viento había dejado de soplar.
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Como hojas secas (Gay)
General FictionUn encuentro fortuito entre un joven y uno de sus antiguos profesores inicia una serie de citas absurdas en su cotidianidad y en la calidad tan aparentemente superficial de sus conversaciones. Pero con el tiempo transcurriendo y la comodidad asentán...