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El dinero se me resbalaba como pez de río y, para empeorar las cosas, estaba cansado. Tuve que haberme arriesgado a su debido tiempo, pensé de repente, pero ya era demasiado tarde así que aunque lo quisiera, tal cosa ya no era posible.

Comencé a visitar una pequeño bar cerca de donde vivía; abría sus puertas bastante temprano y así aprovechaba a ver las noticias en la televisión, como si esperara que algo acerca del maestro fuese mencionado. Aquella no era una ciudad tan pequeña pero un asunto de tal aparente magnitud siempre despierta el morbo, la curiosidad y la indignación. En ese orden. Respecto a esto yo me encontraba en una especie de situación neutra, ni siquiera me había atrevido a cuestionar el caso, era algo que me resultaba ajeno, o más bien, no me importaba.

No sabía por qué no me importaba, pero así era. A veces me quedaba ido en la pantalla pero por dentro sólo me pregunta qué clase de reacción mostraría de aparecer la noticia que tanto esperaba. ¿Entraría en shock, me entristecería, no sentiría nada? Mi pecho ardía a veces, pero la naturaleza de este ardor también me resultaba ajena.

Seguí yendo a entrevistas de trabajo, por supuesto. La necesidad era tan grande que incluso disminuí en cierto grado mis expectativas y prácticamente comencé a aplicarle a todo. Tenía entre tres a seis entrevistas a la semana, llegaba molido a mi solitario apartamento, y como mi viejo teléfono de rosca no tenía una máquina contestadora, no sabía si el maestro me había llamado en el transcurso de la tarde. A veces deseaba que sí, a veces que no, pero no había manera de que lo supiera. Comencé a echar de menos mi viejo radio.

De regreso de una de las tantas entrevistas me encontré una tienda de electrónica. Los televisores de pantalla plana por sí solos me repelieron, pero me amarré el estómago y entré después de tres días de pasar por el mismo lugar. Con cada segundo que pasaba sentía que dejaba de ser yo. Un joven con una sonrisa vendedora se me acercó, le dije que yo sólo necesitaba un radio, el más sencillo que existiera. El joven empezó entonces a enumerarme las gloriosas ventajas de la era digital y comencé a impacientarme. Yo sólo quería un radio que funcionara con pilas o con corriente eléctrica, que tuviera únicamente los botones necesarios y ya, sólo lo necesitaba para escuchar las emisoras de siempre, no había por qué armar tanto alboroto. Pero el muchacho siguió insistiendo y no entendió sino hasta que yo me alejé, en ese momento sacó su radio más barato y viejo y me lo vendió a un precio todavía más generoso, animado tal vez por la posibilidad de deshacerse de algo tan viejo y poco funcional.

El llegar a casa lo primero que hice fue desempacarlo y conectarlo. Sonó pura estática al inicio pero, una vez lo hube sintonizado, me quedé en frente del aparato. Casi podía ver las ondas de sonido que viajaban desde los parlantes, chocaban en mi rostro y se esparcían; pero su color no era como el color de los susurros del maestro aquella noche en el bar, estos tenían colores mucho más brillantes.

Dejé la radio sonando y me preparé un bocadillo. Fui a la sala y me senté en la única silla que tenía. Si tuviera un televisor habría tenido con qué distraerme. El maestro me había malacostumbrado ya.

La primera vez que el maestro me visitó había estado lloviendo. Ese día llovió desde muy temprano. El sol se escondió por completo detrás de sendos y oscuros nubarrones y el murmullo de las gotas de agua al caer ocultaron su voz por completo. El maestro se presentó con una botella en la mano. Estaba empapado.

Se sentó justo en la silla en la que yo estaba sentado mientras recordaba. Inmediatamente le facilité una toalla y él comenzó a secarse. Me senté en el suelo, cerca de sus pies y, sin proponérmelo, comencé a descalzarlo. El maestro acarició mi cabello seco, yo levanté la vista y él se agachó para alcanzar mis labios y besarlos. La lluvia ocultó muy bien sus lágrimas.

Yo no era muy dado a entrometerme en la vida de los demás así que no hice ninguna pregunta, en su lugar me levanté y me senté sobre su regazo. Pronto mi ropa se humedeció pero no fue algo a lo que le di importancia. Abracé al maestro y continué besándolo. Su aliento sabía a alcohol, sus labios a tristeza. Permanecí abrazado a él mucho tiempo, tanto que no soy capaz de recordarlo todo. Su voz coloreó mi habitación. Mi corazón latía con fuerza.

La botella que el maestro llevó ese día seguía en mi apartamento. No había podido deshacerme de ella. Tenía, por mucho, dos tragos, pero yo no quería terminarla, quería que esa botella durara para siempre, como lo mío con el maestro. No tenía por qué ser algo serio, sólo platicar, reír, beber, cosas que hacen los adultos porque son adultos y pueden. A cierta edad dejamos de buscarle el significado a las cosas, no porque nos rindamos, sino porque alcanzamos a comprender la sutileza de su misticismo, y la magia de su simpleza.Y a veces es mejor no saber nada.

Me levanté de la silla y deambulé por el lugar. Las plantas de mis pies quedaron negras por el polvo. No recordaba la última vez que había hecho limpieza, pero seguí caminando y caminando y dando vueltas, pensando y queriendo, anhelando. Necesitaba una vida, pero para formar una vida necesitaba un empleo, pero dentro de lo que cabía, o más bien, dentro de la racionalidad que era el yo que llevaba dentro, para formar una vida sólo necesitaba alguien de quien sostenerme aunque fuera sólo un momento.

Me acerqué al viejo teléfono de rosca, levanté el auricular e inserté el índice en el agujero del número dos. Dejé mi dedo ahí largo rato. El pitido del auricular me entretuvo pero no me alentó. Si el pitido del teléfono intentó decirme algo yo no supe comprenderlo, así que regresé el auricular a su lugar y me volví a sentar en la silla. El radio sonaba con fuerza, entre sus parlantes se deshacía una canción con una melodía lenta que asemejaba el otoño. ¿Qué iba a saber yo del otoño? Todo siempre era verano para mí.

La siguiente canción que sonó fue una que yo me sabía a la perfección, una vieja, del tiempo en que vivía con mis padres. De hecho, la canción me hizo recordarlos; incluso a mi abuela, mientras ella se mecía en la silla mecedora y le gritaba cosas a mi madre que estaba en la cocina preparando el almuerzo. Mi padre deambulaba por el patio buscando maleza, hurgándose los oídos y caminando sin ver muy bien sus pies, su panza cervecera se lo impedía. Y en mi habitación, escuchando toda esa bullaranga, estaba yo, cubierto hasta la cabeza tarareando la canción que sonaba en la radio, había dejado un libro a medias y me dolía la cabeza. Para ese entonces estaba muy enamorado y no sabía qué hacer. Los trocitos de mi corazón roto esparcidos por toda la habitación reflejaban la cálida luz del verano. Justo como ahora.

Terminó la vieja melodía y la pesadez se volvió a apoderar de mi pecho. El teléfono en realidad se veía tentador, tan cerca y tan lejos, y al mismo tiempo, tan inexistente. No sabía qué tipo de contienda se llevaba a cabo en mi interior, y no supe tampoco quién salió victorioso. Me quedé en la silla, escuchando el radio a lo lejos, mientras mis pies se agitaban impacientes. Permanecí ahí hasta que me dormí. Cuando desperté, tenía un gran dolor en el cuello que hizo que olvidara el de mi pecho.


Como hojas secas (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora