La voz del maestro me sumió en un letargo, y yo siempre he sido alguien de prisas más bien pausadas, así que tal acontecimiento, en lugar de ponerme en pleito conmigo mismo, me ayudó a calmarme. Me acerqué al refrigerador y extraje una cerveza. Acerqué una silla al balcón y ante el día que se desdibujaba me dediqué a observar el cielo mientras el viento, que cargaba trozos de sal, me calaba el rostro.
La voz del maestro seguía haciendo eco en mi pecho, no conseguí silenciarla ni con cada trago de cerveza —cada uno más ávido que el anterior —; ni con el intermitente ronroneo de los autos a lo lejos. Me zumbaban los oídos. Un mosquito me había picado cerca del tobillo y me rasqué con insistencia a pesar de mi mente ausente. Me olvidé del maestro. Y no es de extrañar, entonces, que cuando uno olvida a alguien, los sueños se encarguen de devolverle la vida.
Vi mi antiguo salón de tercero, tan grande, tan bien conservado a pesar de ser un edificio lejano ahora a mis recuerdos. La voz del maestro, una tan diferente a la actual, transitaba, solitaria e independiente, por el pasillo aledaño. Las cortinas estaban abajo, apenas ondeando. Siseaban ligeramente, erraticamente, como los ojos del chico al que en ese momento besaba. Lo supe entonces. El sueño no se encargó de devolverme una realidad, sino de crear una que de haberla esperado durante el curso natural del tiempo jamás habría ocurrido. Yo jamás besé a nadie durante la secundaria, ni mucho menos en un salón de clases. Y aunque me habían roto el corazón, me interés nunca se inclinó a tomar ese rumbo.
La voz del maestro se fue acercando. Era tenue y fuerte a la vez, como un retumbar cálido, aunque casi funeral en su frialdad. El salón de clases ensombrecido ahora nos proporcionaba un tranquilo refugio a mi misterioso amante y a mí, así que no nos alarmamos. Las manos del joven estaban en mi cintura, delineándola, esperando la silenciosa señal para deshacerse de mi cinturón, o de algo más simple, de la cremallera que lo apartaba de lo que buscaba. Se abrió en mí, con dientes enormes que titiritaban pausadamente en busca del calor de dedos ajenos. Un suspiro su hundió en mi estómago. Fui devorado por la oscuridad.
La voz del maestro, ya casi a mi lado, me hizo abrir los ojos. Seguía oscuro y el joven estaba ahora de rodillas frente a mí. No había nadie ni nada a mi lado más que esa voz, certera, pausada y autoritaria que me recordaba un momento a mí mismo y que luego se perdía entre millones de caras tan variadas como las vocales y consonantes que pronunciaba con elaborada excitación.
Me arqueé de pronto, sujeté al muchacho por las orejas y dejé escapar un suspiro ahogado por la culpa; por esa culpa placentera que me adivinaba descubierto, honestamente expuesto y a gusto. La voz del maestro interrumpió mi momento. Decía algo que por más que lo intentara no era capaz de descifrar. Me alejé de todo. Desaparecí arrastrado por su voz, como condenado por un fantasma. Una línea fina e incandescente se desprendió de las cortinas, que comenzaron a ondear al ritmo del pausado rumor del oleaje. Los brazos del maestro me sujetaron, los brazos que eran su voz, que me alejaron de todo envuelto en una promesa que, parecía, jamás llegaría a cumplirse.
Abrí los ojos. La lata estaba vacía, tal como el día y su luz. Recordé el mensaje del maestro y me dirigí al lugar. Su escritorio estaba pulcro y ordenado; vacío. Una sola llave, pequeña y redonda, descansaba en el centro. La tomé, se sintió caliente al tacto a pesar de estar fría. Me quedé quieto un rato, tratando de descubrir la cerradura a juego. Revisé las gavetas del escritorio una a una, pero no encontré ninguna a la que le encajara la llave. Me volteé y paseé por la pequeña habitación. La calma se iba disolviendo, aprisionada por mis erráticos suspiros.
Yo creía conocer ese lugar. Podía distinguir los espacios en que el maestro solía descansar y en los cuales se sentía más a gusto. A pesar de ser sólo yo, no sentí la habitación vacía, no del todo, pero sí sentía como si un único punto en aquel pequeño espacio sí lo estaba, y era ese pequeño vacío el que me inquietaba. Seguí caminando y caminando por todo el lugar. No había manera de que yo supiera a dónde pertenecía, con todas las cerraduras ya revisadas, sino a pura observación, como si, por primera vez en mi vida, me enfrentara a un acertijo.
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Como hojas secas (Gay)
General FictionUn encuentro fortuito entre un joven y uno de sus antiguos profesores inicia una serie de citas absurdas en su cotidianidad y en la calidad tan aparentemente superficial de sus conversaciones. Pero con el tiempo transcurriendo y la comodidad asentán...