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La embajada francesa estaba preparando un festival de cine y lo pasaban anunciando a cada momento en la radio. Lo escuché por primera vez mientras me duchaba. Llevaba sin ver al maestro más de una semana porque había acudido a tantas entrevistas de trabajo que ya hasta había perdido la cuenta; y para mi mala suerte, no había podido pegarle a ninguna. El maestro parecía estar en semana de exámenes.

El radio era el único objeto de la casa que tomé conmigo cuando decidí marcharme. Era un Sony bastante antiguo que funcionaba con cuatro pilas. O más bien, el radio drenaba esas cuatro pilas en un santiamén sin apenas funcionar; el cable para conectarlo a la corriente eléctrica hacía mucho se había deshecho. Podría yo, sin duda, comprarme uno de esos aparatos modernos que en lugar de usar pilas se cargan con electricidad. Pero mi renuencia era tan grande que ni siquiera llegaba a considerarlo. Y eso que sonaba fatal.

Y el anuncio del festival de cine francés llegó mientras tenía el pelo lleno de champú. Pero había estado tan activo últimamente que el champú se rehusaba a hacer espuma. Me enjuagué el pelo y salí del baño. El anuncio volvió a sonar dos o tres veces más.

No llamé al maestro inmediatamente. Tomé una lata de té verde del refrigerador y un paquete de galletas saladas de la alacena. Me acosté en la cama y me quedé viendo fijamente el techo. Hice un par de cuentas. El dinero se estaba acabando. Ahora era yo el radio que se acababa las pilas en un santiamén. Tenía que reconsiderar las salidas con el maestro.

Cuando salíamos, pedíamos una sola cuenta y nos la dividíamos al final. A veces el maestro, consciente de mi situación, ponía más cantidad de la pactada y sólo me decía: «ajústalo». No me avergonzaba el hecho de que me hubiera invitado más veces de las que yo a él, pero no podía seguir así. Imaginaba que el maestro les pasaba pensión a su exesposa y a su hija, y aunque no parecía llevar la gran vida, sus gastos y deudas los tendría.

Desde mi habitación escuché otra vez el anuncio. Corrí hasta el baño, en donde había dejado el radio, y puse más atención. Habíamos decidido no volver a ver una película al azar y yo estaba dispuesto a hacer mis tareas. Pero la información proporcionada por el anuncio en la radio era pobre, más bien nula. Citaba la hora, el día y el lugar, pero aparte de esto no había más nada. Sobre el tipo de películas, su clasificación y género: nada. Sobre el motivo del festival: nada. Sobre el costo por asistencia: nada. Al final también citaba algo que hizo que perdiera la paciencia por completo: «Más información en nuestro portal WEB».

Apagué el radio y me senté sobre el inodoro. Miré que mi mano no sostenía ninguna lata de té e inmediatamente me pregunté en dónde la había dejado. Me acomodé. Podría quedarme en el baño todo el día de no ser por el calor.

Cuando estaba en bachillerato la única privacidad que podía conseguir la conseguía en el baño. Bajaba la tapa y me sentaba sobre el inodoro. A veces llevaba revistas conmigo, a veces el periódico, para revisar la sección deportiva. Un par de ocasiones me quedé dormido y se armó jaleo porque nadie me encontraba, entonces yo salía bostezando de la habitación y cuando mi madre me miraba me gritaba y coscorroneaba y luego me mandaba a cenar. Por incidentes como estos el baño dejó de ser mi lugar seguro, porque ya no era un secreto que yo me la pasaba metido ahí, y así incluso perdí el lugar en donde me proporcionaba alivio a mí mismo.

Pensándolo un poco, si no hubiera perdido todos mis lugares privados en la casa, yo jamás habría salido a buscar sexo. Respecto a esas cosas creo haber madurado un poco más tarde de lo habitual, así que la masturbación me proporcionaba el alivio que necesitaba. En lo que respecta a sexo yo soy más bien pasivo. Dejé de buscarlo no porque no lo necesitara, sino porque la búsqueda en sí misma me resulta tediosa, prefiero que otros me busquen a mí.

Un ruido proveniente de la habitación me distrajo. El repiqueteo se prolongaba y prolongaba y yo seguía sin distinguirlo. ¿Qué más tenía en el apartamento que sonara con tanta insistencia —y tan mal— aparte del radio? Me levanté de pronto al recordar mi viejo reloj despertador. No recordaba con qué intención lo había dejado para que sonara a esa hora (porque al no tener trabajo no lo encontraba necesario) pero me dije que ya pensaría en ello cuando por fin lograra que dejara de sonar.

Y así lo hice. El aparato por fin dejó de sonar y yo me sentí en paz. Me recosté sobre la cama y cerré los ojos.

En una ocasión, durante un partido de fútbol (porque estábamos viendo fútbol en la clase de Deportes), me caí y me lastimé la rodilla severamente. Digo severamente porque cuando se trata de sangre y dolor no soy la persona más valiente del mundo. No me descompuse ni quebré nada, pero el raspón en mi rodilla fue tan grande que una vez la herida comenzó a cicatrizar, me vi incapaz de flexionar la rodilla con libertad. Durante ese tiempo me tocó tomar el autobús para llegar al colegio, cuando a mí siempre me había gustado ir en bicicleta. La bicicleta había sido regalo de mis padres, por mi cumpleaños número dieciséis. No sabía si en un muchacho, los quince o los dieciséis son motivo de celebración, pero ni un tan sólo pero salió de mi boca.

En uno de esos viajes en bus me topé con un señor bastante peculiar. A estas fechas él ya debe estar muerto, cuando lo conocí, ya era bastante más viejo que el maestro. Las canas surcaban su cabello con un salvajismo que nadie se atrevería a atribuirle a un anciano. Las arrugas eran como marcas de guerra, violentas y definidas, le conferían una sensación de virilidad. Pensé que un hombre sólo es un hombre de verdad al llegar a cierta edad. Pero el anciano me miraba con desconfianza. Imagino yo que, si por casualidad llego a alcanzar esa edad, comenzaré a ver a los más jóvenes de la misma manera, y aunque en su momento no pensé así, la verdad es que no encontré motivos para reprocharle nada al viejo. Aunque sí me daba curiosidad saber por qué me miraba como lo hacía.

Me lo encontré casi todos los días mientras mi rodilla sanaba. Viajaba a la misma hora que yo así que cuando a mí se me hacía tarde perdía la oportunidad de verlo. Sólo una vez alcancé a escuchar su voz, y recuerdo que la impresión fue tal que por un momento sentí que mi cuerpo ya no me pertenecía. Mi cuerpo era de esa voz y esa voz podía hacer conmigo lo que quisiera. La sensación que me embargó no puedo catalogarla como una sensación de carácter sexual. Sí sentí una ligera excitación pero no fue de esa naturaleza. Fue más como el reconocimiento de una autoridad. El timbre de la espontaneidad que caracteriza a los eventos de la vida que están destinados a perdurar en la memoria.

El maestro no me recordaba a ese anciano en absoluto, pero no descartaba la posibilidad de que, con el paso de los años, se le fuera pareciendo, aunque fuera un poco.

Abrí los ojos. A pesar de tener el reloj en las manos no me atrevía a revisar la hora. Me había perdido otra vez. Cuando me puse de pie sentí una ligera humedad. Vi abajo, ahí estaba la lata de té, vacía por supuesto, con el líquido manchando todo el piso y empapando mis pies.

No me molesté. A mí hacía tiempo que pequeñeces como esa habían dejado de importarme. Tomé una toalla y me sequé los pies. Esa misma toalla la tiré al piso para que absorbiera el resto del té. Luego simplemente me vestí y salí del apartamento.

Llevaba muy poco dinero en mi bolsillo, era mi método para garantizar una existencia moderada, libre de excesos pero también de carencias. Las palabras que escuché en la radio seguían retumbando en mis oídos «portal web, portal web, portal web».

Había un cyber café a unas cuadras. ¿Qué tan malo podría ser?

Como hojas secas (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora