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Algo seguía deteniéndome y sabía sin saber qué o por qué. En una ocasión, como sonámbulo, llegué al vecindario del maestro, estuve justo enfrente de su casa pero no me animé a llamar a la puerta. ¿El maestro habrá sentido mi presencia al otro lado de la puerta? De ser así no me lo hizo saber. Me quedé allí parado un poco más de una hora. Si fuera un vecindario activo más de algún padre de familia me habría encontrado sospechoso, pero mientras permanecía de pie nadie se me acercó. Escuché ladridos a lo lejos.

Me alejé de la casa del maestro despacio, albergando destellos de esperanza dentro de mí. La solución era un tanto más realista y fácil, pero era la parte abstracta de mí que impedía que la llevara a cabo. Me rasqué la cabeza, desesperado, decepcionado de mí mismo. El camino a mi apartamento lo hice a pie. Llegué empapado.

Ya en mi apartamento descubrí que había dejado el radio encendido. Sonaba un comercial sobre desodorantes. Me dirigí al baño y me desnudé, tenía hambre, pero apestaba y debía bañarme. El locutor de la radio anunció la hora; faltaban veinte minutos para las siete.

Ya limpio salí a buscar comida. Pasé por el bar que solía frecuentar pero no entré, saludé a lo lejos y seguí avanzando. Las líneas de la carretera se desdibujaban y dibujaban mientras avanzaba y retrocedía. Me detenía de tanto en tanto y miraba atrás, sentía que alguien me perseguía. Mi sombra parecía una extensión del ser del maestro que me acompañaba esa noche sin que él mismo lo supiera, como invocado por mi subconsciente. Zigzagueé por las aceras cambiándome de la de la derecha a la de la izquierda y de la izquierda a la de la derecha. Ni los sonidos de las bocinas de los autos me despertaban. Me encontraba en un estado desagradable de somnolencia emocional. Apreté mis manos, las cerré y mis nudillos palidecieron. Ya había perdido el apetito por completo.

A lo lejos divisé una cabina telefónica. Hurgué en mis bolsillos y luego en mi billetera, pero no encontré nada: ni monedas ni tarjetas prepago. Me acerqué al aparato, descolgué el auricular y lo llevé contra mi oreja. En la esquina, una pareja se besaba. Decidí que lo mejor era centrarme en los números. Presioné numeral, luego dos veces el uno y por último el cero. Un pitido me distrajo y luego una voz femenina. Colgué de inmediato y me alejé como si hubiera sido participe de un horrendo asesinato. No me fijé que el auricular había quedado pendiendo y se balanceaba lentamente mientras la oscuridad de la noche lo disolvía.

Pero la noche estaba clara en realidad, el cielo despejado, la luna inmensa y amarillenta alargaba las sombras más de lo normal. Mi sombra se había alargado tanto que ya no parecía una extensión más de mí o de nada que fuera en verdad humano. Me perseguía y le temía. Entré en el primer local que apareció enfrente de mí y ordené una cerveza. Me senté cerca de la ventana y vi a las personas pasar, solas y acompañados, acompañadas pero solas. ¿Cómo me vería yo desde el otro lado de la ventana? Comencé a tararear una canción.

Pensé que por fin había encontrado un lugar en el que podía estar a gusto, pero no fue así. A medida que la noche se acentuaba la cantidad de personas aumentaba. En mi rincón, veía a la gente entrar y salir, susurrarse y saludarse, acariciarse con cautela, alejarse. Los nombres y los rostros iban y venían, algunos se quedaron atrapados en mi paladar y mis retinas, pero no fue algo que llegase a incomodarme. Era una familiaridad extraña, del tipo que te hace convertirte en un cliente habitual. Miré la botella de cerveza ahora vacía, mi garganta se tensó. Estaba a punto de levantar la mano para ordenar otra, cuando lo escuché, escuché su nombre, y todo se vino abajo junto con el envase de vidrio que yacía ahora despedazado en el suelo. Por un segundo todos me vieron, pero no se hizo el silencio, mi interrupción no había sido tan importante, mi dolor les era completamente desconocido y ni sangrando copiosamente me ganaría su simpatía, y sin embargo ese nombre, el nombre que en realidad todavía no había aprendido a asociar con la figura del maestro, sí parecía haber conseguido todo esto en mí.

Como hojas secas (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora