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No me acostumbraba a llamarlo por su nombre así que a veces decidía no llamarlo en absoluto. Pero sentía que cometía alguna especie de traición, así que ya ni siquiera en mis pensamientos me atrevía a llamarlo maestro. A él no parecía importarle. Era de mi misma opinión: antes que lo llamara maestro prefería que no lo llamara.

Claro que el problema de cómo debía llamarlo seguía latente, los pronombres personales no me resultaban tan personales y referirme a él como «él» o usted, y así, no me resultaba muy agradable. Dejaba un regusto amargo en mi paladar. Y su nombre simplemente me parecía demasiado común. El efecto alíen había desaparecido por completo y yo habría querido seguir viviendo en el espacio sideral.

—Puedes llamarme como quieras, pero nada de maestro, profesor, profe, proje y demás variantes.

—No veo por qué darle tantas vueltas al asunto.

—Y sin embargo parece que una espina se te ha quedado atorada en la garganta.

—Es más como cuando se come a la fuerza algo que nunca te ha gustado.

El clima no refrescaba en absoluto, y con bastante frecuencia comenzamos a encontrarnos en lugares donde, sabíamos, el aire acondicionado funcionaba 24/7. Siempre fueron muy pocos los criterios que considerábamos a la hora de elegir punto de encuentro; porque no era algo que sólo yo hiciera. Si bien yo era el encargado de iniciar las posibles salidas, el destino, el día y la hora de las mismas, era algo que acordábamos mutuamente. Cuando se nos pasaban los minutos en el teléfono (cuando yo de más sin importarme la cuenta telefónica), el maestro terminaba la llamada, a los pocos segundos mi teléfono de rosca repiqueteaba, y así seguíamos la conversación hasta dejar más o menos claras las cosas. Muy pocas veces salimos de manera espontánea, hasta cierto punto no era porque el maestro tuviera que respetar sus compromisos como docente, sino porque, a pesar de ser yo un desempleado, el maestro consideraba adecuado dejar tiempo para mí mismo. Era como si no quisiera ahogarme con su presencia. Honestamente, no hubiera encontrado esta intromisión problemática en ningún aspecto, pero jamás se lo dije. Me gustaba dejar que el maestro pensara las cosas que quisiera sobre mí, fueran éstas correctas o no.

—¿De niño alguna vez le hicieron comer algo a la fuerza? —pregunté.

—Rábanos.

—Encuentro los rábanos en encurtido bastante deliciosos.

—Hasta la fecha no he sido capaz de comerlos.

—A mí no me gustan los tomates.

—Eso suena problemático.

—Siempre reviso el menú varias veces cuando voy a un restaurante. Tal vez por eso no me gustan tanto.

—¿Y la salsa de tomate?

—Puedo comerla sin problemas —respondí—. No encuentro relación entre una cosa y la otra. Me resulta extraño incluso a mí.

—Pues a mí no tanto —sonrió.

Nos cansamos de visitar locales, por lo menos los del Centro. El maestro comenzó a encontrar en el Centro una especie de reconciliación con su pasado, o al menos con una parte de éste y, al mismo tiempo, una condena. Sucedía como a mí me sucedió cuando me lo encontré a él esa primera vez en aquel bar. Las calles y establecimientos del Centro, aunque ya no eran los mismos que durante su infancia, poseían ese algo que el maestro a veces necesitaba y que nada más podía darle.

Los centros comerciales ni siquiera los considerábamos. Y si visitábamos restaurantes eran siempre de comida rápida. Los restaurantes con fachadas desde modestas hasta lujosas, nos repelían por igual. Jamás alcanzamos a comprender por qué. Los cafés eran nuestros lugares predilectos. Ya prácticamente habíamos olvidado los bares, pero incluso así el maestro no había dejado de beber. Ahora bebía en casa. A veces lo acompañaba al supermercado y ya puesto ahí, se encargaba de no olvidar una botella de alcohol. Terminamos probando casi todas las marcas que el supermercado que quedaba a unas cuadras de su casa, ofrecía, pero las borracheras de antaño fueron desapareciendo. Tampoco supimos descifrar por qué.

La nueva costumbre era ir a los Vídeo Clubs a alquilar películas en DVD. No era algo que dejáramos al azar. En su casa el maestro tenía una computadora portátil y conexión a Internet. En la sala había un televisor enorme, de esos planos, y un reproductor de DVD. Raramente los utilizaba, me dijo, pero como yo no era dado a esas cosas tenía que hacerlo por los dos. Así que, aparte de los asuntos del instituto, el maestro utilizaba su computadora portátil para investigar películas. Después de pasar por el Vídeo Club casi siempre buscábamos qué comer. El menú se veía reducido a tienditas de comida callejera y una que otra chuchería, pero ambos teníamos estómagos fuertes.

El que ahora frecuentara su casa no me ocasionaba nada más que una sensación de bienestar. No tenía idea de cómo se sentía el maestro al respecto, pero no debía caerle mal. Después de todo, cuando no llegábamos a ponernos de acuerdo sobre un punto de encuentro, él simplemente decía: «entonces, ¿por qué no vienes a mi casa?» . El maestro visitó varias veces mi apartamento, pero como yo carecía de un reproductor de DVD, y aún más importante, de muebles decentes, no era como que pudiéramos hacer gran cosa.

Estando en su casa las cosas no sólo se reducían a ver películas, aunque era nuestra costumbre por excelencia. También bebíamos, platicábamos, escuchábamos música, o simplemente nos acostábamos, unas veces para tener sexo y otras sencillamente para no dormir solos. El maestro tomaba el lado derecho y yo el izquierdo. Ocasionalmente él leía unos cuantos párrafos antes de dormir. No nos decíamos buenas noches ni nada, simplemente nos metíamos debajo de la misma sábana y nos quedábamos dormidos.

El maestro tenía la costumbre de levantarse temprano para revisar el contenido de las clases que impartiría ese día. Con su vasta experiencia como docente, jamás daba las cosas por sentado. Se vivía acomodando a los tiempos incluso con más facilidad de lo que yo lo hacía. También se levantaba a revisar ensayos o demás trabajos. Decía que la claridad de la mañana era perfecta para esas cosas. Yo no sabía si estar de acuerdo o no, sólo me molestaba sentir la cama vacía tan temprano. Y no era como si, al despertar, un modesto desayuno me esperara en la mesa. El maestro no era de ese tipo de atenciones y, honestamente, yo tampoco.

—Tendré vacaciones obligatorias lo que resta de la semana —me dijo un lunes por la mañana en la que desperté a su lado.

—¿Las cosas no van bien?

El maestro se acomodó y me encaró seriamente.

—No —respondió. Luego se quedó callado y no volvimos a hablar el resto del día.

Durante el bachillerato, cuando el maestro efectivamente era mi maestro, no había sucedido nada. Ni rumores, ni cuchicheos, nada. Ni siquiera una palmadita involuntaria que pudiera llegar a generar algún tipo de sospecha. Encontraba en ese entonces al maestro una persona en verdad irritante y molesta, no me agradaba para nada, pero de ahí a decir cosas malas de él (aparte de las habituales, por supuesto) pues ni a mí ni a ninguno de mis compañeros nos había nacido. Y eso que el maestro en verdad no era popular.

Viéndolo y sintiéndolo tan quieto a mi lado, por fin pensé en la edad del maestro. Faltaba poco para que alcanzara los cincuenta, y en realidad era eso lo que aparentaba. Hay personas que tragan años y otras que parecen más viejas de lo que son. La edad del maestro se veía reflejada a la perfección en las pequeñas arrugas de su rostro y en las canas que tardíamente comenzaban a aflorar en su cabello negro. Su mirada era lo que lo delataba con más intensidad, su mirada y su paciencia y ese toque infantil que de vez en cuando me mostraba.

El maestro era en verdad una persona paciente. En una ocasión me explicó las teorías marxistas y kantianas hasta que logré comprenderlas. Si me preguntan ahora sobre qué tratan estas teorías probablemente no sabría responder con claridad, pero en aquellos tiempos me hicieron aprobar la clase de Sociología. Él, a pesar de ser estricto, no era dado a que sus alumnos reprobaran. Tenía uno de los índices de reprobación más bajos, hasta donde recuerdo, y aunque no era que regalara la clase, al menos se mostraba comprensivo aportando opciones tan variadas como accesibles. Ya era cuestión de uno si las tomaba o no.

¿Dónde fue que todo comenzó a salir mal?

Abracé al maestro por debajo de las sábanas. Lo atraje contra mi cuerpo con fuerza. Tenía los ojos cerrados, parecía cansado, demasiado incluso para su edad. El maestro de pronto me pareció tan grande y mis brazos tan pequeños. Mis brazos quedaron doloridos por el esfuerzo que hicieron. A pesar de estar cubriendo sus hombros por completo la sensación de inutilidad no desaparecía de mi pecho. Por más fuerte que lo abracé, el maestro no dejó de temblar. 

Mi pecho quedó completamente empapado.


Como hojas secas (Gay)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora