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3: Conocido



La pantalla de la computadora se volvió a oscurecer. De un simple empujón del ratón, las cuatro cifras volvieron a aparecer como por arte de magia. Yuichiro se mordió el índice sin despegar sus ojos de su saldo disponible. Era una suma irreal para un joven que recién había empezado a laborar. Ni en su más loca imaginación, pensó que obtendría un sueldo de cuatro cifras en su primer mes. La semana ya había culminado y su cliente le había pagado cada noche como acordaron.

Después de contemplar su ganancia, el fondo negro resurgió. Esta vez, él no se inmutó en continuar admirándola. Cogió la toalla que había dejado en el respaldar de la silla giratoria y se la colgó en el hombro. Arrastrando los pies, salió al pasadizo con una canasta en mano y se encaminó al baño común del albergue de estudiantes. Al ingresar, una fuerza lo hizo retroceder de golpe. Sus frascos de aseo cayeron al suelo, desparramando el contenido del acondicionador. Yuichiro se agarró del marco de la puerta y pudo estabilizarse antes de caerse de trasero.

—¿Estás bien? —inquirió preocupado—. ¿Yuichiro, eres tú?

La voz era tan familiar que no dudó en saber de quién se trataba. Al levantar la mirada, unos orbes cobre le dieron la bienvenida. Un muchacho de baja altura con cabellera lavanda poseía un intranquilo semblante. Shinoa lo tomó de los brazos y lo ayudó a incorporarse.

—No me habías dicho que estarías aquí -se aventuró a comentar, agachándose a recoger sus pertenencias-. ¿Desde cuándo estás viviendo aquí?

Su compañero de oficina tapó las botellas y las ordenó de vuelta en la canasta. Yuichiro se puso de cuclillas y lo ayudó. Juntos metieron todo con cuidado y se levantaron.

—Desde que inicié el programa -respondió finalmente—. Tampoco pensé en verte en este lugar. Solo los estudiantes con menos recursos vienen aquí y tú no pareces ser de... —hesitó—. Esos.

El deseo de pedir que la tierra lo tragase era abismal. No había querido decírselo de esa manera, pero como era de esperarse de alguien con tan poca habilidad social, su comentario había sonado despectivo. Con un tenue rosado pintando sus mejillas, Yuichiro se mantuvo cabizbajo con la intención de esconder su vergüenza. Shinoa lo observó perplejo y soltó un ronquido. Su sonrisa se amplió.

—Tienes razón —confesó—. Pero mis padres solo aceptaron pagarme el pasaje y dejaron que yo solo me las arregle al venir a esta ciudad. Tenía que tomar la oportunidad si la universidad tenía un programa de trabajo por tan pocos meses.

—Tienes suerte.

Shinoa se encogió de hombros sin borrar su risueña mueca y serpenteó la cintura del azabache, guiándolo a las bancas. Yuichiro se sorprendió por el gesto y pegó un brinco. El tacto de una persona siempre fue una sensación muy rara. La piel se le ponía de gallina. Al ingresar, depositaron sus pertenencias y se dirigieron a las duchas con sus toallas a la cadera.

—¿Y qué tal con el contacto que te di? ¿Todo bien? —preguntó con un aire de curiosidad intensa al dejar el agua correr—. Escuché que él es muy generoso por el trabajo que tiene.

Yuichiro se paró a su costado y giró la manija.

—Todo bien —admitió confidente—. Aunque, quería preguntarte algo si no te molesta.

La voz apagada de su compañero hizo que se volviese a él al instante. Él dejó de frotarse la cabellera y la espuma acumulada se desmoronó, deslizándose por su blanquecina espalda. Shinoa asintió.

—¿De dónde lo conociste?

Un parpadeo rápido pareció ser su única respuesta.

—No lo conozco personalmente —replicó indiferente—. Recibí un correo en cadena del supervisor, ofreciendo ese trabajo para uno de sus amigos.

Entre huesos y pulgasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora