Prologo

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En casa me habían enseñado que los demonios eran más reales de lo que imaginaba. Me contaban historias sobre cómo podían estar a nuestro lado sin que los viéramos. Viví cada instante atemorizada, temiendo encontrarme con alguno. Tenía pesadillas recurrentes sobre lo que haría si alguna vez debía enfrentarlos. Aunque había elaborado un plan para ese momento, rogaba cada día que nunca llegara, porque, a pesar de repetirme una y otra vez que estaba preparada, en el fondo sabía que me derrumbaría.

Durante años me pregunté si esas historias que me contaban desde niña eran ciertas o si solo eran un método para mantenerme en el camino correcto, lejos de lo inapropiado. <<Recuerda: cuando un demonio regresa, lo hace con otros siete, y todos son más fuertes que el primero>>, me advertían al enterarse de mis deseos de aventura o de hacer algo indebido.

Los sueños con demonios se volvieron frecuentes. En ellos, me perseguían por calles oscuras, y cada vez sentía cómo mis entrañas temblaban hasta colapsar, dándome un dolor de cabeza insoportable. Sin embargo, no entendía por qué esos sueños seguían volviendo. Repasaba cada decisión que había tomado, preguntándome cuál de ellas había sido la causa de su regreso. Estaba convencida de que, de alguna manera, yo los había llamado, que algo en mí estaba mal y debía arreglarlo.

Lo que no sabía es que los sueños eran lo de menos. Mi mayor temor estaba a una sola decisión de arrastrarme a las garras de la oscuridad.



Los días nublados tenían una magia especial. Me encantaba despertarme con el espesor de las nubes acunando mi cabeza, y más aún cuando la lluvia mojaba mi cabello y jugaba entre mis manos. Esos días deseaba que duraran para siempre.

Llevaba meses imaginando este día, desmenuzando cada detalle. ¿Estaría nublado? ¿Llovería? ¿Tendría tiempo para maquillarme? Había preparado dos bolsos: uno para la lluvia y otro para una ola de calor. Revisaba su contenido obsesivamente. En el bolso negro guardaba pastillas para la migraña, una sombrilla, protector solar, crema para quemaduras y un mini ventilador. En el bolso morado, tenía una sombrilla transparente, perfecta para ver cómo el agua resbalaba por los bordes, unas botas impermeables rosas con destellos llamativos y un impermeable negro.

Mi mente trabajaba en varios niveles: mientras repasaba lo que debía llevar en caso de imprevistos, también me preguntaba si alguien de mi familia se levantaría y me echaría una mano. Mi familia era única. Supongo que todos piensan lo mismo de la suya, pero cuando te adentrabas en nuestro mundo, era como si coexistieran varias mentes que pensaban de maneras tan diferentes que resultaba un milagro que nos lleváramos bien y nos amáramos tanto.

Mis padres se conocieron en el colegio, como muchos otros, pero no fue hasta años después que se enamoraron, y así nació mi hermana mayor. La persona que más me sacaba de quicio y, al mismo tiempo, la única que me mantenía con los pies en la tierra. Sin ella, probablemente me habría perdido en mis propias ideas hace mucho tiempo.

Mi vida no era complicada. Tenía mis deberes, cumplía con mis responsabilidades y me esforzaba por estar fuera de casa tanto como fuera posible, a diferencia de mi hermana, que adoraba la comodidad del hogar. Intenté desenredar mi pequeño suéter color vino para colocarlo sobre mis hombros, pero parecía que se había aferrado al cinturón color marfil. Mis nervios se crisparon, y lo arrojé sobre la colcha rosada de mi cama.

―¡Se te hará tarde! ―gritó mi madre desde el otro lado de la puerta. Por un instante, pensé en pedirle ayuda, pero recordé que, como yo, tampoco era paciente. Decidí ahorrarme una discusión innecesaria.
―¡Ya voy! ―respondí, mientras buscaba otro suéter.
―Sabes que mamá no es de las que esperan tranquilamente ―dijo mi hermana, entrando en la habitación sin la más mínima delicadeza.
―Lo sé, pero no puedo desenredar esto ―murmuré, entregándole el suéter atrapado en el cinturón.
―Eso debiste haber dicho desde el principio ―respondió, mientras lo desenredaba con facilidad, sonriendo con ironía al entregármelo. ―Si no quieres ir, mejor díselo a mamá. Así nos ahorramos el aburrido desayuno hablando de tu futuro, ese que claramente no piensas planear ―agregó, tomando las dos bolsas que tenía sobre la cama.
―No empieces ―le supliqué―. Solo hoy, déjame en paz. Ya tengo suficiente en qué concentrarme ―dije, señalando las bolsas que ella ya había tomado.
―¿Concentrarte en cómo estará el clima? ―se burló al revisar el contenido de los bolsos―. ¡Qué nivel de concentración! ―añadió, soltando una risa irónica.
―Cállate ―murmuré, quitándole las bolsas de las manos y abriéndome paso hacia su dichoso coche.

Amaba a mi hermana, pero había veces que su aire de superioridad y su falta de empatía me hervían la sangre. No soportaba que me cuestionaran todo el tiempo sobre mi futuro: "¿Ya sabes a qué universidad irás?", "¿Estás segura de que esa es la carrera correcta?", "¿Has considerado otras opciones?", "¿No quieres mudarte con tu hermana?"... Y así, una interminable lista de preguntas que solo lograban hacerme replantear mi bendita existencia.

 Y así, una interminable lista de preguntas que solo lograban hacerme replantear mi bendita existencia

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