Capítulo 2

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Quinientos, mil. Mil quinientos, dos mil. Dos mil quinientos, tres mil.

Las cifras no paran de sumar conforme paso los billetes entre mis dedos hacia delante. ¡Aquí hay mucho más de lo que puedo llegar a necesitar! Podría ir de compras, o alojarme en un hotel. ¿Y qué tal si me doy algún capricho? ¡No voy a tener que preocuparme por dinero en un largo tiempo!

Cuando una mujer me sirve la comida que había pedido hace veinte minutos, lo tiro todo a medio contar de vuelta a mi mochila para ocultárselos lo más rápido posible.
Ésta deja mi comanda sobre la mesa y mira de reojo mi equipaje, mientras yo lo arrastro hacia mí y lo sitúo justo a mi lado.

¿Qué es lo que mira?

Su primera impresión es la de una niñata rebelde que se ha escapado de casa por culpa de una pelea con sus padres. Pero, a pesar de su inmensa curiosidad, no pregunta, puesto que no disfruta metiéndose en los asuntos de los demás. Solo es una camarera con un sueldo suficiente, sin ningún niño al que alimentar y sin ninguna cría impertinente a la que controlar, justo lo que, según ella, deberían hacer mis padres conmigo.

Pero claro, ¿qué es lo que sabe de mí? ¿Por qué opina de esa manera sin tener ni idea de quién soy?

De repente, se da cuenta de que yo la observo también, y se queda mirándome con extrañeza. Al final, la mujer termina incomodándose, así se da media vuelta y regresa a la cocina donde le esperan muchos más platos que repartir.

No me importa que se equivoquen con mi edad. A menudo, la gente que me ve piensa cosas similares a las de la camarera, y me confunden con una estúpida adolescente más del montón, llena de hormonas y repleta de acné, que queda con chicos para ir al baile del instituto y lee revistas sobre maquillaje.
Pero la verdad, es que yo no soy una más, no soy ninguna chica corriente. Yo puedo hacer algo que los demás no pueden. Yo tengo un poder del que los demás carecen. Y podría dejar muy claro qué es lo que no me gusta que la gente haga.

Pero no. Está bien. No me molesta. Todo está bajo control.

Ahora mismo, me encuentro en un local rudo y bastante descuidado, con los restos aún visibles de lo agradable y encantador que apatentó ser en sus mejores tiempos, casi de la misma forma en que lo fue su camarera. No hay mucha gente en él, a excepción de dos chicas jóvenes y yo, debido a que la hora de cenar pasó hace ya un buen rato. Algo que agradezco, porque ahora mismo no soportaría el murmullo de las conversaciones a mi alrededor.
Le doy un mordisco a mi hamburguesa y me quedo mirando la calle a través del gran ventanal que recubre casi todo el restaurante.

La ciudad se está preparando para la llegada de la Navidad, y las luces iluminan todos y cada uno de los rincones de entre las calles. Las personas compran y recogen regalos para sus seres queridos, y esperan que puedan hacerles felices, ya que son verdaderamente importantes para ellos.
Vagos recuerdos rondan mi mente en ese momento y deciden quedarse durante un largo rato. Casi he olvidado cómo era mi vida antes de ocurriera todo eso.

Cenas de Nochebuena.

Desayunos de Navidad.

Regalos.

Familia.

Amigos.

Felicidad.

Hace tiempo que no tengo a nadie, y es algo que solo lamento en momentos como este.
La verdad, pienso que es mucho mejor así, porque ahora no molesto en ninguna parte. Ya no necesito que alguien cuide de mí ni sobro en cualquier lugar. Todo me es más fácil y no me siento estúpida por primera vez en muchos años.

No hace falta nadie más.

O al menos, eso es lo que quiero hacerme creer.

Cuando echo el aliento sobre el ventanal, el cristal se vuelve translúcido en una pequeña parte, y yo acerco mi dedo para dibujar una estrella el rincón.

TenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora