Capítulo 9

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Sentí como sus brazos me rodeaban y sus labios me besaban con suavidad. Gentilmente susurraba que me amaba al oído. Sus dedos se entrelazaban con los míos, haciéndome sentir seguro. El frío de la noche hizo que un escalofrío recorriera mi espalda, regresándome a la dura realidad. Solo había sido un sueño. Una mentira cruel diseñada por mi subconsciente.

Me decepcioné, pero no sollocé ni me lamenté como lo haría hace dos años. No podía. Era como si mis emociones estuvieran apagadas, como si mis lágrimas se hubieran agotado. Había llegado a mi límite. Estaba harto de esperar algo que sabía que no sucedería. Ya no era el mismo de antes. Sólo un alma vacía residente en Londres, tan ordinaria como los personajes de ambientación de una novela.

Me había vuelto un saco de indiferencia. Ya nada tenía importancia para mí. ¿Me había vuelto mala persona? No lo creo. No puedes obligar a alguien deprimido, vacío, y enojado (muy enojado) a que sonría todo el tiempo y sea amable con todos. 

A la mañana, seguí mi aburrida y monótona rutina:

Me levanto, tomo una ducha, me visto, y me arreglo para otro día en el trabajo, que es idéntico al de ayer, y el anterior a ese, y el anterior al otro y así sucesivamente. Veo mis ojos hinchados y las ojeras oscuras de cansancio que los rodean en el espejo. Pienso seriamente en dejarme un bigote o hacer algo para lograr un cambio en mi aspecto y verme más maduro. No me estoy volviendo más joven, busco estabilidad, un matrimonio, una familia. Eso es lo que hacen todos. Creen que haciendo eso es posible asentarse. Quizá sea hora de que yo también lo haga.

Compro flores, tomo un taxi y paso a dejarlas al hacer mi acostumbrada visita a la tumba de Sherlock. Uso el subterráneo para llegar a dar consulta a los fastidiosos bebés que chillan sin parar, a los niños que llegan con un resfriado común buscando un justificante para ausentarse de la escuela, y a las señoras chismosas que me hablan más de los secretos de sus vecinos que sobre su enfermedad.

Tal vez lo único que mejora mis fatídicas mañanas, es el café que Mary pasa a dejarme a mí consultorio, mientras se queja de que no contesté el mensaje de buenos días que me envía a diario. Le miento diciéndole que se me olvidó, pero la verdad es que las conversaciones que tenemos en el chat no son muy profundas. Mis respuestas tampoco son muy entusiastas. Mary es mucho más interesante en persona. Y le gusta leer... Aunque al momento no podría citar ningún título. La verdad es que últimamente me pierdo en mis pensamientos y las voces de los demás se bloquean. Asiento para hacerle pensar que sigo la conversación, y uso toda mi habilidad actoral para hacerle creer que todo eso me interesa. Luego regreso a casa para encerrarme. Sólo eso, si es que no tengo una cita con ella.

Pero la tarde de ayer fue distinta. Algo dentro de mí no quería quedarse en casa, recluido y amargado como siempre. Cuando Mary sugirió ir a cenar, mi respuesta fue negativa a pesar de que no tenía planes. Quería salir. Pero estar solo. Tomar una larga caminata sin rumbo específico, olvidarme un rato de mi melancolía. Iría a donde mis pies me llevaran, mientras me perdía en los pensamientos aleatorios que pasaban por mi consciencia.

Salí de mi ensueño cuando alguien sonó el claxon de su carro en medio del tráfico de la calle. Por un instante, me sentí desorientado, y una persona me empujó diciéndome que me apartara del paso. Entonces, me di cuenta de en donde estaba. Era Baker Street. Justamente afuera del 221B.

Miré la entrada con nostalgia y me sentí extremadamente culpable por dejar de ir ahí e intentar olvidar algo tan especial.
A pesar de que he ido a la guerra, disparado a gente a sangre fría y asistido numerosas cirugías sin problemas, temía llamarle a mi antigua casera, la señora Hudson. Las veces que me decidía a hacerlo, mi mano temblaba cuando agarraba el teléfono y era incapaz de marcar el número. Aplazaba las fechas. "Mañana lo haré" decía, y el mañana nunca llegaba.

"Debería tocar" pensé, mientras deslizaba lentamente las yemas de mis dedos sobre la madera de la puerta. Había prometido no volver ahí... Demasiadas memorias había en ese lugar, que, a pesar de ser alegres, me deprimían. Ahí habían transcurrido los tiempos más felices de mi vida. Mis aventuras con el único detective consultor en el mundo, que nunca supo lo mucho que lo amaba realmente, porque nunca se lo dije. Él nunca fue una persona sentimental, y yo estoy lleno de desmesurado romanticismo.  Muchas veces me guardaba mis comentarios amorosos por no saber cómo reaccionaría a mis muestras de afecto. Si no lo hubiera hecho ¿aun así habría saltado de aquel edificio? ¿Aun así me habría dejado solo? Estaba a punto de tocar la puerta con mi puño. Pero no lo hice. En cambio, me alejé con las manos en los bolsillos, cabizbajo.

Llegué a una cafetería, de aquellas que abren las 24 horas. Tenía lámparas colgantes con focos que irradiaban luz cálida, y un ventanal largo que abarcaba toda una pared, y permitía ver la calle. No había gente. Me entregaron mi café rápidamente y me senté en un lugar junto al ventanal, aunque no le preste mucha atención a la vista, debido a que era de noche y todo estaba sombrío.

Me quede un rato desvariando en ver la taza, la espuma, el oscuro tono del café... perdiendo el tiempo para no regresar a casa y que el ciclo de dormir, levantarse, trabajar, dormir, levantarse, trabajar empiece de nuevo. ¿Qué reto había en ello? ¿Se supone que eso es apasionante? ¡Por supuesto que no! Y odiaba la idea de seguir haciéndolo el resto de mis días. Estar obligado a conformarme con una vida tan ordinaria y simplista.

Alcé mi vista, poniendo atención por primera vez a la atmósfera fuera de la ventana. Entonces vi una cara conocida, mirándome a través de ella. ¿Había perdido la cabeza? No lo podía creer. Mi respiración se volvió dificultosa, mi corazón latía tan fuerte que parecía que se saldría de mi pecho, y temblé. Una presión subió a mi cabeza, mareándome, me sentía tan debilitado por la sorpresa que por poco me desplomaba. Era imposible. Apreté mis ojos y volví a abrirlos. Lo observé por varios segundos, definitivamente era él. Quizá me estaba volviendo loco, pero reconocería ese saco, esos pómulos, ese cabello ondulado y esos ojos en cualquier parte...

-Sherlock- susurré.
Su mirada se cruzó con la mía por un instante.

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