~ La hoja de otoño ~

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EPONA

Cabalgaba contra el viento y sentía el latir de mi corazón golpearme contra el pecho.

Había olvidado lo bello que era este lugar; había olvidado el amarillo de las retamas, escondidas entre los altos árboles y había olvidado el contraste del verde de la hierba con el cielo azul.

Aquí rara vez había nubes, sin embargo, la noche que llegué, el cielo estaba nublado. Al principio quedé algo decepcionada, pero luego le agradecí secretamente a Taranis que me ocultase aquella noche de Ariadna; resultaría todo más fácil si ella no se enteraba de mi regreso.

Llegué hasta el blanco espino y un ruiseñor me saludó, alegre, antes de emprender el vuelo.

Respiré el aire otoñal y recordé el momento en el que le conocí:

Alzaba las cejas y fruncía el ceño de una manera un tanto extraña. Sus pómulos y su barbilla eran angulosos, pero sus labios parecían del suave tacto de los pétalos de rosa. Sus ojos fijos en su presa, tan oscuros y eternos como la noche; la barba, trenzada, uniéndose con su largo cabello, del color del trigo.

Su nariz expulsaba con furia aire caliente. Estaba cansado; toda esa debilidad, esa mortalidad, le envolvía y le hacía aún más irresistible. Era joven pero cada vez que respiraba se hacía más viejo.

Sus compañeros de caza iban detrás, riéndose; pero él se mantenía serio, rígido sobre su negro corcel. No tardé en averiguar que el bello muchacho se llamaba Pwyll. Su nombre resonó en mi cabeza durante días, como el crujir de las ramas de los árboles con el viento, como el canto de las aves por la mañana.

Ahora todo es distinto, mas, paradójicamente, al mismo tiempo, todo permanece igual.

Se supone que no debería haber vuelto, que debería estar en el castillo de mi difunto marido, ese que ahora pertenece a mi tataranieto; pero ya no me quieren allí y yo tampoco quiero vivir un día más prisionera entre la gente de la corte.

Los mortales de tan alto rango se consideran libres, lo cual, solo es una evidencia más del desconocimiento del verdadero significado de esa palabra. Las hadas, el aire que respiran, los pájaros del amanecer, los árboles que forman y dibujan el contorno del bosque... Todos ellos sí que son libres, realmente libres; nosotros, aunque inmortales, esclavos de la vida somos, como los humanos que tanto nos veneran.

En mi juventud, la gente se asombraba con mi rápido cabalgar; las pequeñas ninfas se despertaban cuando salpicaba con mis patas sus delicados remansos de agua cristalina, pero yo corría y corría sin que nada importarse, solo la velocidad y la brisa azotando mis blancas crines, pues, al fin y al cabo, solo quería sentir la libertad arropándome, cual cálida manta en invierno. Hacía tiempo que ya no me sentía así, eterna como el invisible y poderoso destino.

Siempre deseé que mi amadísimo Pwyll fuese guerrero y no rey, así, cuando muriese, habría sido libre, su espíritu sería un caballo y podríamos trotar juntos al son de la naturaleza. Supongo que ya es muy tarde para desear eso... Casi setenta años tarde.

Alcé la vista; el sol brillaba con fuerza, haciendo refulgir mi bermejo pelaje y lo oí: era apenas un suspiro, uno de esos que se abandonan a la puerta de tus labios, dejando que las palabras resbalen y caigan por su propio peso; uno de esos que se diluyen en la nostalgia y se pronuncian de manera inconsciente.

Me acerqué sigilosamente a los arbustos de los que procedía y descubrí a un pálido muchacho tumbado en el suelo con el cuerpo encogido. De no ser porque hacía escasos minutos le había oído hablar, habría pensado que había muerto de frío; pues en esta zona, incluso a principios de otoño, el viento helado de Taranis es feroz.

Se removió ligeramente y se encogió aún más. Sus ojos cerrados inspiraban paz, pero al momento, se movieron, inquietos, de un lado a otro, bajo sus grisáceos párpados. De pronto, se abrieron y el joven, asustado, se incorporó de repente y dio un salto para atrás al tiempo que sacaba su espada, apuntándome.

No tardó en relajar su mirada y soltar el aliento contenido. Su pecho subía y bajaba todavía angustiado, pero fue capaz de tranquilizar su mente y volver a envainar su afilada arma.

-¡Gracias a los dioses! Solo es una yegua. -masculló, avanzando despacio hacia mí. Le relinché y esbozó una débil sonrisa.- No te preocupes, no voy a hacerte daño, no podría, eres un regalo de los dioses...

Se quedó en silencio, mirándome a los ojos y volvió a dar otro paso.

-Sin embargo, no puedo quedarme contigo. Sé que es solo una prueba más que éstos me envían... No voy a negar que me vendrías realmente bien ya que me serías de gran utilidad. No tengo nada, ¿ves? -levantó los brazos y me mostró las palmas de sus manos. Seguidamente, soltó una carcajada nerviosa, bajó la mirada y se acarició el pelo. No cabía la menor duda de que, en realidad, estaba debatiéndose interiormente entre ambas opciones: dejarme o llevarme con él.

Aunque no alcanzaba a verle la cara, sí que logré oír su dulce voz hundiéndose en la desesperación más absoluta.

-Ni dinero, ni equipaje, ni comida... Nada. -concluyó en un susurro, antes de anunciar su veredicto final con voz solemne:

-Pero como he dicho antes, no puedo llevarte conmigo.

Creo que contuve brevemente la respiración, estaba ciertamente sorprendida. Sin embargo, en esa ocasión, me habría gustado mostrarme en mi forma humana para poder consolarle y decirle que podía llevarme, que le guiaría a su destino.

Mas, por desgracia, no fue así; mi corazón permaneció oprimido y el suyo enterrado en la miseria.

Permanecimos un rato en silencio hasta que el viajero me lanzó una mirada triste e hizo algo inesperado: se acercó a mí y posó una de sus delgadas manos sobre mi frente.

Su pelo de cobre puro resplandeció bajo la luz de Belenus cuando cerró los ojos y apretó los labios, justo antes de despedirse.

"Slán" dijo y dejó caer su mano cuando el rayo de sol voló hacia ésta, como si le quemase. Me sonrió sin mucho ánimo y emprendió la marcha, continuando su camino.

Me quedé anonadada.

¿Qué acababa de pasar?

¿Qué extraño mortal era ese?

Las hojas de los árboles empezaban a tornarse del singular tinte anaranjado del incipiente otoño; una hoja cayó, solo una llegó a rozar el suelo y solo una hizo falta para cambiar el color de mis pensamientos y hacerme tomar la decisión de seguirle.

Le ayudaría y les demostraría a los dioses de que madera estoy hecha.

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*Nota de autora: 

-"Slán": Es una palabra de origen irlandés y significa "adiós".

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