~ El Viajero ~

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EPONA

Grité, desesperada, loca, fuera de mí. Noll no respondía. Temí que se hubiese ido, tuve miedo de haberle perdido para siempre. Rápidamente puse mi mano encima de su pecho y esperé. Lloré, aliviando toda la tensión acumulada. Vivía, todavía vivía.

Conté los latidos para tranquilizarme, para intentar pensar en otra cosa.

No podía morir. Simplemente no podía. No era una posibilidad, no era una opción. Tenía que vivir, tenía que hacerlo o de lo contrario moriría yo, de algún modo, dentro de mí misma, perdida. Sin retirar la mano de su corazón, con la otra, le acaricié la mejilla y recorrí la curvatura de su pómulo. Me incorporé del suelo helado donde allí tumbado perecía y solo me volví a agachar para besarle la frente.

No sabía qué hacer. Por primera vez en mi vida, no sabía qué hacer. Solo podía llorar y desear que todo saliese bien. Me enjugué las lágrimas, gritando una vez más su nombre.

Me fijé en cómo seguía aferrando con fuerza aquel diminuto frasco y recordé cómo le había encontrado hacía ya dos días: acurrucado, hecho una pelota y tiritando sobre la nieve. Aún podía verle salpicado por los blancos copos y rodeado de nubes negras, comiendo su aliento. En aquel momento pensé que era lo peor que podría encontrarse, pero ahora me daba cuenta de que estaba equivocada, se podía sufrir mucho más, se podía sentir cómo cada minuto moría contigo mirándole a él, sin ya ni tan siquiera hablar, ni ver, ni oír el fluir de vida y de movimiento.

Intenté quitarle el bote de las manos, pero antes de que se hubiese quedado dormido de forma perpetua me hizo prometer que no lo usaría con él; pues era para Thomas, su hermano.

-Estúpido. Eres un estúpido -gimoteé entre hipidos. Todo me parecía irreal, como un sueño. Los árboles, aquel aroma a tierra mojada... Todo tan perfecto, tan bello y a la vez tan triste se me asemejaba a un paisaje lejos de la realidad.

Era la impotencia lo que estaba envenenando mi corazón salvaje y pecador por amar a un mortal. Taranis era quien estaba detrás de esto, quería hacerme daño pero, nuevamente, no podía hacer nada para evitar que Noll muriese.

Me acomodé junto a él, también tumbada y le abracé fuertemente. Cerré los ojos y le vi; le vi aquella noche rezando a la luna. Los abrí y tardé en volver a pestañear. No podía pedir ayuda a nadie más. Solo ella podría revivirlo, estaba segura de que no quedaba mucho más de tiempo para que su último aliento fuese cogido por Ariadna para llevarlo al mundo de las almas. Sin embargo, pedirle aquello conllevaba entregarme, descubrirme ante los dioses y, pese a todo, podría no hacerme ningún favor, después de lo sucedido cien años atrás... Mas, tenía que intentarlo, Noll era lo único que importaba.

Esperé, allí recostada junto a él a que Ariadna se asomase y cuando lo hizo, él murió. Su alma se despegó de su cuerpo y mis lágrimas de mis ojos. Apenas podía ver, apenas podía pensar algo lógico, pero me obligué a hacer un esfuerzo por él.

Me convertí en yegua y troté, troté hasta llegar a un claro. Entonces, volví a mi forma humana y la llamé, al principio a gritos, prácticamente sin vocalizar y, una vez estuve más calmada, con un hilo de voz y la mirada baja, sintiéndome desfallecer, dije:

-Ariadna, solicito tu presencia. Soy Epona. Muéstrate, por favor.

Nadie respondió, solo el eco de mi voz resonó por aquel valle. Nadie se presentó ante mí, solo las estrellas parecían observarme desde las alturas. Sollocé una vez más su nombre y, casi al instante, noté mis pies flotar bajo el invisible éter que, poco a poco, me iba ascendiendo hasta llegar a encontrarme de frente con ella, con la grande, con Ariadna; con la Reina Luna. Salió de ella una joven de cabellos rubios y un camisón blanco. Tenía los ojos hinchados y una mueca de sorpresa y, escondido en su pálido rostro, se encontraba una pizca de recelo. Se me volvió a escapar una lágrima.

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