~ La fortuna de dos caras ~

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NOLL

Comencé a andar colina abajo, tal y como me había indicado Epona, a quien había dejado atrás, justo cuando el camino de hayas se disipó en halos de luz naranja y roja. La besé antes de darme la vuelta y ella me gritó que la vería justo donde la había dejado. Recuerdo haberme girado en aquel momento y haber visto cómo volvía a transformarse en un caballo. Le sonreí y continué con la marcha.

Llevaba apenas dos millas andadas cuando vi las copas de los blancos espinos, casi despoblados. Respiré hondo y solté el aire por la boca, casi como una exhalación de nervios contenidos que terminé de eliminar con una leve sonrisa de satisfacción.

Había rezado a los dioses innumerables veces, había suplicado a Ariadna cada noche que mantuviese con vida a mi hermano y esperaba de corazón que lo hubiese hecho. Gracias a Epona había logrado llegar hasta allí, y en el fondo, me sentía culpable y egoísta, pero terriblemente afortunado de haberme enamorado de ella y de que ella se hubiese enamorado de mí. Pocas veces sucedía tal maravillosa coincidencia.

Ahora las flores apenas denotaban el color del árbol, pues la mayoría habían muerto con el frío que el otoño traía consigo. Las pocas que quedaban, pendiendo de las ramas, no tardarían en marchitarse. Cuando caminaba bajo ellos, un blanco pétalo tocó mi nariz y resbaló hasta mis labios; luego, el viento lo llevó y entró en mi ropaje, calándome hasta los huesos. Contuve un escalofrío y seguí.

Anduve hasta ver un pequeño valle algo hundido bajo la tierra, formando un ligero desnivel. A lo lejos, vi una pequeña cabaña; fue entonces cuando reí, una sonora carcajada que rompió el apacible silencio que había acunado el pálido pétalo antes de que éste se hubiera deslizado sobre mí.

Poco a poco, la distancia se fue acortando y advertí que era más grande de lo que en un principio me pareció solo un puntito perdido entre la hierba. Sus paredes eran de roca blanca y gris, no tenía ventanas pero sí una gran puerta de madera con grabados acerca de los dioses.

Miré alrededor; me asombró que solo hubiese una cabaña cuando se trataba de un poblado entero, sin embargo, avancé con decisión hasta quedarme enfrente, pues fue entonces cuando tuve que armarme de valor y pensar en Thomas para posar mi mano encogida en un puño y llamar con suavidad a la puerta; un sonido sordo que hizo que el tiempo se detuviese.

Se oyeron pasos tras esta y la puerta se entreabrió un poco. Me presenté, algo cohibido.

-Buenas tardes. Busco ayuda del pueblo Sidhe. Necesito curar a mi hermano. -junté las manos a modo de súplica y esperé a que el viejo hombre abriese del todo la puerta.

-Entra. Hace frió. -añadió. Me miró con unos claros ojos azules, todavía distinguibles pese a que algunos mechones de plata se cerniesen tímidamente sobre sobre ellos. Tenía un gesto amable en su boca, pero en sus ojos, en cambio, se advertía severidad. Vestía con una túnica de color violeta apagado que le tapaba los pies. Marcas de expresión recorrían sus mejillas y su frente. Sin embargo, pese a su ya avanzada edad, era un hombre de gran belleza, casi me costaba imaginar cómo habría sido en otro tiempo, hace años, en el seno de su juventud.

-Gracias, de verdad, muchas gracias- dije poniéndome de rodillas. Él hombre sonrió, amable y me instó a levantarme. En ese preciso instante me percaté de lo espectacular del interior de la vivienda: un árbol gigantesco salía del subsuelo y rozaba con sus ramas el techo, pintado como la noche. Dado que no había ventanas, la penumbra caracterizaba aquel espacio y le dotaba de un ambiente espiritual. Solo unas cuentas velas colocadas en las esquinas y una hoguera en el centro de la estancia, junto al árbol, iluminaban la casa.

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