~ Blanca como la ventisca ~

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ARIADNA

Era una noche apacible, tranquila. El ritmo de la vida palpitaba a un son lento. Las estrellas brillaban, los árboles apenas se movían; ni tan siquiera los animales hacían ruido. Al fin y al cabo, todo se reducía a eso, a un silencio sepulcral e inquebrantable que ataba nuestras almas a la noche, a los astros, que, por costumbre, adormecían las ideas; aunque, si bien a otros, les sacaba de ese estado de hibernación diurno.

En cuanto a mí, bueno... Digamos que había hecho caso a Taranis y había adoptado ese estado de quietud comparable al letargo invernal. Y, de repente, aquella paz cayó, derrumbándose entre sus nubes, como si fuera el polvo que despedía el caos al chocar contra él. Se presentó con gesto severo, pero sus ojos denotaban cansancio, cansancio y preocupación. Me habría gustado consolarle con un beso, pero no podía. No tenía fuerzas suficientes; acababa de despertarme de una pesadilla, ¿o seguía dormida?

Dejé que hablara él primero, que expusiese el motivo de su visita. Me tembló el labio inferior como a una niña pequeña antes de ponerse a llorar.

-Ariadna. -dijo, algo ronco, pero aun así, dulce.

Cogiéndome de la cintura me acercó hacia él, regalándome un tierno beso que se transformó en blancos rayos capaces de atravesar sus nubes grises. Se separó y se detuvo un momento para admirarme, fue entonces cuando mis palabras resbalaron como el hielo por el aire, por aquel aire también gélido y raro de otoño.

-Taranis... Pensaba que estabas ocupado esta noche. ¿Qué quieres? -su expresión cambió; le había sorprendido, no solía ser ni tan directa ni tan fría.

No dijo nada, solo miró hacia abajo; yo, en cambio, lo hice hacia arriba mientras miles de estrellas se fragmentaban en mi corazón. Una serpiente parecía subir por mi garganta y enrollarse a mi cuello. Me asfixiaba el aire que respirábamos; aquel diminuto espacio entre nosotros dos no existía más cuando Epona se presentaba en mi mente y nos hacíamos lejanos, pequeños ante los ojos de la pelirroja, verdes; verdes como el bosque que me odiaba.

Gemí, no puede evitarlo, un gemido débil, ahogado en el cielo nocturno en el que él me miraba con tanta intensidad mientras ella seguía cabalgando bajo nuestros pies.

-Ella... ¿Ha pasado algo? ¿Sabes dónde está? -pregunté, desesperada, sin pensar mucho en lo que decía, dejando que la histeria dirigiese mi barco.

-Respira, ¿quieres? -estaba muy serio, apenas podía descifrar las emociones que le acechaban. -Te dije que estuvieses tranquila. Cálmate, ¿sí? -colocó ambas manos en mis mejillas y escrutó mi mirada. Sin embargo, cuando pensé que me abrazaría, se separó.

-Te he hecho caso. Al menos hasta ahora... -musité. -¡Me pones nerviosa!- exclamé, algo exasperada. Él rió y me tocó interpretar el papel adusto.

-No. No tiene gracia, Taranis. Dime, ¿para qué has venido?

Paró de reírse de inmediato y volvió a dirigir la mirada hacia abajo.

-No puedes volver a exiliar a Epona, ¿entiendes? Si lo haces el bosque te odiará aún más que antes, más que ahora, cuando parece un sufrimiento enterrado bajo tierra.

-Es mi castigo Taranis. Esta vez, al menos, sí que es mi castigo. -puse énfasis en el último "mi" pues quería que lo tuviese bien presente, cosa que, según parecía, se le estaba olvidando. -Lo que haga o deje de hacer lo decido yo.

Claramente ofendido, se separó unos pasos de mí; me mordí el labio, arrepentida.

-Lo siento. -solté, notando la mordedura de la serpiente en mi yugular. Solo se me escapó una lágrima, la cual retiré con rapidez. No debía llorar más, no tenía sentido.

-Tienes que comprender que lo digo por tu bien...

-Sí. Es verdad. Tengo que hacerte caso, al fin y al cabo, tienes razón.

Se quedó en silencio durante unos minutos. Se rascó la barba y se miró los nudillos, entonces, cogí su mano, protegiéndola con las mías; nido de aves silvestres que volaron hasta mis labios, esos que minutos después, cobardes, apenas se atrevieron a preguntar:

-¿Dónde está ahora? Lo sabes, ¿no? -tartamudeé.

Los pájaros habían picoteado mi cordura, mis sentidos morían y vivían en una gran paradoja mientras le observaba, impaciente; mas, cuando habló, dio una respuesta que jamás me hubiese imaginado: "El mortal está enfermo, ella está con él".

-¿El mortal? -pregunté, asustada y no necesité que diese más explicaciones. Epona se había vuelto a enamorar.

-No habrá problema si el humano muere, si quieres puedo...

No escuché más. Algo en mí hizo que hilara los hechos:

Taranis quería matar al viajero.

Taranis quería manejarme de algún modo para elegir él el castigo.

Taranis me estaba manipulando.

Esperaba equivocarme, deseé con todas mis fuerzas poder detener aquella ventisca que me invadía, deseé parar el tiempo y deseé no camuflarme con ella, pues, ¿así cómo iba a encontrarme a mí misma?

Maldito destino el que me cubrió, maldita blancura mía, maldita pureza, maldita ventisca. Maldita nieve de luna, maldito otoño verde anaranjado y maldito, el más maldito de todos, maldito viento al que amaba y odiaba.

Estaba enfadada -cómo no estarlo- y a la vez sentimientos contradictorios seguían moviéndose entre sus nubes. Le quería, aunque no tenía claro si él realmente también lo hacía.

Me dí la vuelta, no quería verle, no quería saber tan pronto la verdad; tenía miedo, tenía miedo otra vez.

-Gracias Taranis, pero de esto me encargo yo. No necesito más consejos. -dije, cortante.

Le oí coger aire y puso sus manos sobre mis hombros, las cuales, me quité con brusquedad.

-Ariadna, yo solo busco lo mejor para ti... ¿Qué te pasa? Dime.

-No soy estúpida Taranis. No soy una de esas ninfas a las que solías visitar. Soy Ariadna, la Luna y no vas a dirigir mis movimientos. Creía... creía que tú me amabas, que no era una farsa. -solté, solemne al principio, pero acabé derramando lágrimas.

-Y te amo. Te amo... -gimió, compungido y arrepentido. Me di la vuelta, quería comprobar si sus ojos decían lo mismo. -Yo solo quiero tu bien, Ariadna.

No mentía, pero me ocultaba algo, algo que habitaba en la noche de su pupila, sombras que con velocidad y sin saber muy bien cómo, habían roto nuestra estrecha confianza.

-No vuelvas a decidir por mí, ¿me has oído? -me tembló la voz.

Se le veía descompuesto. No sabía qué decir ni qué hacer, tampoco quería verle sufrir, no de esa manera.

-Vete. Si de verdad me quieres, vete. Necesito tiempo. -lloré.

Estuvimos unos breves minutos en silencio, ambos perdidos en nuestros propios pensamientos. Antes de irse, cogió mi mano, muerta sobre mi abdomen y la besó para susurrar, rozando mi piel, un sincero y triste: "lo siento".

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