La sábana roja

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Se trataba de una casa pequeña a un lado de la carretera. Lucía antigua, aunque la chica no podía decir a qué época pertenecía. Es cierto que había un olor extraño y definitivamente no placentero, pero resultó ser algo adictivo. María no tardó en acostumbrarse, y tras echar un vistazo a las zonas en que tendría que poner más atención en la casa, se dirigió a la cocina donde se guardaban los utensilios de limpieza.

Consiguió el jabón, los coletos, esponjas y demás convenientemente reunidos en una canasta de plástico, junto a dos pares de guantes, unos negros y otros amarillos. Los colocó en el estante, ya que tenía su propio par. Decidió empezar con el piso de arriba, pues lucía limpio y serviría para comenzar la mañana. Además tendría hasta la noche de ese mismo día para acabar sus labores de limpieza, así que el orden no importaría.

Al subir las escaleras notó que todas las habitaciones estaban cerradas. Todas menos una. Lo que parecía ser el dormitorio de su contratista tenía un aspecto muy extraño. Los muebles en la habitación lucían tan antiguos como el resto de la casa. Esto sorprendió a María, porque aunque toda la casa tuviese un aire de antaño, su jefe, que vestía traje y corbata, no parecía encajar en el escenario. Sin darle más importancia, empezó a trabajar en el suelo. Mientras limpiaba, le llamaron la atención las sábanas rojas que envolvían la cama. No se trataba de un rojo muy fuerte, ni uno muy claro, y esto fue lo que le atrajo de ellas. No pudo descifrar de qué material estaba hecha.

Era majestuoso, oscuro y tranquilizante. Si lo miraba fijamente, sin embargo, parecía cobrar vida. Parecía palpitar. La tranquilidad se convertía en angustia, y una sensación de ahogo invadió a la chica. Las paredes parecieron acercarse, el aire se hizo más denso y en la casa hubo más silencio. María decidió no fijarse más en las sábanas.
La chica dio unos pasos atrás, mirando al suelo. La sensación se desvaneció y decidió ponerse a trabajar de nuevo. El extraño olor de la casa se hizo presente de nuevo.

María empezó a pasar una escoba por el suelo, notando que de hecho estaba bastante limpio. Al pensarlo bien, todo el aspecto de la casa era muy pulcro. También notó que la escoba que estaba usando estaba algo desgastada, así como el resto de los utensilios. Se preguntó si él mismo hacía la limpieza o estaban gastadas por anteriores empleadas. Al acercar la escoba a la cama, se dio cuenta de algo interesante. La sábana estaba incompleta. Un trozo faltaba en una de las esquinas de la sabana, la opuesta a donde se coloca la almohada. El resto de los bordes lucía trabajado, y se preguntó por qué seguiría usando una sábana en que faltase un trozo en vez de simplemente cambiarla. Dejando el tema de lado, maldijo la facilidad con que se distrae y se enfocó nuevamente en el trabajo. Prosiguió barriendo el cuarto y su mirada regresó varias veces al trozo faltante de la sábana, que ahora no salía de su cabeza. Cuando terminó, decidió mirar ese defecto más a fondo. Se agachó cerca del trozo faltante y lo observó con cuidado. Notó que en los bordes incompletos, hileras negras de hilo sobresalen por los lados, como si esperase ser completados. La chica extendió su mano y sostuvo la sábana. La sensación plástica y caliente que le otorgó la sábana fue inexplicablemente satisfactoria. Al pasar sus dedos por la sábana, se dio cuenta de que proporcionaba bastante calor y era muy ligera. La chica se quedó acariciando la sábana por un rato, hasta que sus ojos llegaron a un pequeño cofre bajo la cama. Era oscuro y, como todo en la casa, lucía antiguo.

Su estructura estaba hecha para encajar un candado grande, pero no había ninguno. En su lugar, un palo de madera con unos detalles tallados se interponía en su apertura. La chica removió dicho objeto y procedió a abrir el cofre, consciente de estar haciendo algo que no debería.

El suspenso solo creció cuando la chica encontró dentro un saco negro con fotos. La primera de ellas era de la casa, aunque parecía haber sido tomada con una cámara más antigua. La chica se preguntó por qué este tipo de fotos estaban en un cofre y no en un álbum. La pregunta, sin embargo, cambió de inmediato en cuanto decidió hojear la primera foto y ver la segunda. Una imagen que a simple vista parecía abstracta protagonizaba la instantánea. Pronto, la figura en la imagen empezó a tomar forma, y la chica se dio cuenta de que se trataba de un rostro humano. Uno sin la cabeza en que pertenece.

Como un pellejo, había sido arrojado al suelo de madera, donde se estiró y retorció. Dos grandes huecos hacían la figura casi irreconocible. María descubrió pronto que se trataba del espacio en que deberían ir los ojos de alguna persona. La boca, sin embargo, estaba cocida. Varias grietas se habían hecho alrededor de dichos agujeros, y el trabajo parecía más una máscara de terror mal confeccionada.

El terror paralizó su mirada en la cara, despojada del resto del cuerpo. Sus dedos temblorosos pasaron la imagen, donde se encontraba con un rostro diferente. Supo que era distinto porque un tajo largo se había realizado al nivel de la boca hasta casi sacarla del resto del pellejo. La cara fue reconocible porque esta vez se estiró antes de ser fotografiada. María miró con disgusto cómo lucían limpios; lavados. Repetidas veces quiso pensar que se trataban de máscaras de plástico, pero lucían demasiado reales. Al barajar el resto de las imágenes, empezó a conseguir otro tipo de fotos, pero esta vez con cosas que no reconocía. Cosas que definió como pellejos colgando sobre un gancho, oxidado y utilizado múltiples veces.

Aterrorizada, avanzó por las imágenes esperando hallar una explicación. El número de fotos solo hacía todo más espantoso.

Entonces encontró la foto de una chica. Sus dedos se detuvieron y empezó a detallarla. Se trataba de una chica joven, delgada y de piel blanca. Estaba acostada en una cama blanca, con los ojos totalmente cerrados. Parecía dormida. El nivel de intranquilidad que le causaba esta imagen no era menor que las demás. No pudo seguir viéndola por mucho tiempo, y dejó caer las imágenes. Todas se deslizaron, mostrando más chicas dormidas.

María acercó su rostro a las demás instantáneas, que seguían una secuencia. Ahora los rostros volvían a aparecer, esta vez entre las imágenes de las chicas dormidas. Luego se dio cuenta de que cada chica estaba seguida de su rostro cercenado. Otras siete imágenes de chicas dormidas tenían su rostro perteneciente. Todas excepto la última. En la última imagen había una chica de estatura media, cabello negro, piel clara y cabello largo sonriendo a la cámara. La última no había sido revelada, sino impresa. Los bordes delataron que se trataba de un anuncio de periódico. Uno que ella reconocía, pues había escrito hace poco más de una semana. El terror la llevó a desbalancear y alejarse de las fotos, tropezando con la escoba y llevando sus manos a su boca. Lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, que se sentían vivas.

Intentó silenciar su llanto, pero era demasiado tarde. La manilla de la puerta se abrió lentamente mientras ella levantaba sus húmedos ojos. La puerta se abrió finalmente y la figura yacía parada en la entrada, solo observando. La chica llevó sus dedos a sus mejillas y empezó a acariciarlas, mientras daba la vuelta, ignorando aquella figura.

Su mirada orbitó hasta el tramo faltante de la sábana, que ahora, completa, sonreía torcidamente con los diferentes rostros que la componían. La chica fue capaz de ver su propio rostro en aquel hueco en la sábana, unida a las demás sonrisas con la piel que una vez le perteneció

Esta noche no duermes-terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora