Canela y jazmín

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Aquella noche, ella brillaba como nunca; tanto, que su sonrisa era capaz de eclipsar a los diamantes que acariciaban su cuello. Su normalmente indomable cabellera estaba pulcramente alisada y caía como oro líquido por su espalda desnuda, que, al igual que su pronunciado escote, no llegaba a ser cubierta por aquel elegante vestido de gala. Cerró los ojos y exhaló un suspiro. La inauguración de su nuevo restaurante en Manhattan había sido un éxito.

Todos los invitados habían quedado maravillados, y la reputada chef no podía estar más satisfecha. Salió a la terraza para disfrutar del aire nocturno y arrancó inconscientemente un par de flores del jazminero. Mientras se las acercaba con delicadeza al rostro para aspirar su aroma, contempló extasiada la ciudad que se extendía ante sus ojos. La brisa volvió a traerle el perfume del jazmín, y con él, una marea de recuerdos de su infancia. Con dos estrellas Michelín y una próspera cadena de restaurantes, que acababa de ser ampliada, su Andalucía natal parecía quedar muy lejos.

Pero la fiesta no había acabado todavía. Se despidió de las vistas privilegiadas de la cosmopolita ciudad y abandonó la terraza. En el interior, sofisticado y ecléctico, las mesas habían sido retiradas y se estaban sirviendo los cócteles. Sin embargo, aunque el versátil local había pasado de albergar una cena elegante a una lujosa fiesta nocturna, aún quedaban vestigios en el aire de la canela que había empleado en los postres.

Suavemente, percibió que el aroma a canela se hacía más intenso. Una sonrisa iluminó su rostro.

La mano de un hombre se había posado gentilmente en su espalda. Bajaba despacio, mientras acariciaba con delicadeza la línea de sus vértebras. Tropezó con su vestido, se detuvo sobre la suave piel de ella y reposó unos instantes en la curva que su espalda describía, justo debajo de su cintura. Ella se giró, con la sonrisa aún tirando de la comisura de sus labios, y se fundió en un beso de canela. Él olía a canela. Sabía a canela. Él la había ayudado a hacer los postres, porque, además de ser su marido, era su mano derecha en la cocina.

Al igual que ella, había cambiado su uniforme por un impecable traje de chaqueta después de haber terminado su trabajo en la cocina, pero la esencia de la canela seguía impregnada en su piel. Ella se dejó guiar por su mano, que había dejado de acariciarle la cintura para coger firmemente la suya. Ahora, los dos bailaban unidos por el silencio y la emoción de comenzar un gran proyecto.

Una vida juntos.

Dime, ¿a qué huelen las flores?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora