Prólogo

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Edward examinó por última vez su imagen frente al espejo. Una sonrisa cínica atravesó por sus labios al contemplarse, según las cánones preestablecidos, iba perfecto; enfundado en uno de sus múltiples trajes de riguroso y elegante negro, la camisa tan ébano como la corbata y zapatos, guindada en sus puños, por unos pretenciosos gemelos de platino.

Sus hombros cayeron, suspiró pesado y pasó una mano por su cabello, gesto tan de él y a la vez cansino, aquel esmero no era más que un vil reflejo, tan burdo como la vida misma, pero a la vez, engalanado con un toque maestro que era odioso y correcto.

«Es mejor así», pensó para infundirse ánimo, como tantas veces cuando sentía que estaba a punto de claudicar y le sería imposible mantener ocultos, la vorágine de sentimientos que lo carcomían desde hace siete años.

Sabía que era un acto egoísta y, aunque estaba harto de aquella fachada que él mismo creó, era seguro y por nada del mundo cambiaría. Jamás volvería a ser aquel inocente chiquillo que un fatídico día de verano, perdió sus ilusiones y su vida. Aún era joven, pero en su brillante futuro no veía más que obscuridad.

Odiando al hombre en que se había convertido, se volteó con violencia y a grandes zancadas salió de su habitación rumbo a las escaleras, intentando ―dentro de lo posible― que sus pasos no retumbaran en el cuadriculado piso de mármol, no quería interrupciones, pero como la mayoría de las noches, no tendría éxito...

―¡Señor, Cullen! ¡Por favor, espere!

Lo llamó con desesperación aquella mujer que detestaba y se le hacía repulsiva a la vista, sólo la aguantaba porque no le quedaba más remedio. Había perdido la cuenta de cuántas mujeres como ella habían desfilado por la mansión, algunas que ni siquiera duraron un día y, con mucha suerte, recordaría sus rostros y nombres; para Edward no eran más que un mal necesario, además de exorbitantemente caro, obviando por supuesto, las innumerables veces que más de alguna, trató de enredarse con el señor de la casa sin buen resultado.

―¡Señor Cullen! ―Apremiante insistió la mujer, al ver que Edward la ignoraba y con rapidez enfilaba hacia el primer piso.

¿Cómo era posible que se comportara como si ella no existiera? Zafrina corrió tras él indignada, aunque sabía que sus esfuerzos serían inútiles, como todas la noches su huraño jefe no prestaría atención a sus ruegos, Edward le parecía un hombre frío y sin corazón, tanto, que en ocasiones imaginaba que aquel músculo al cual, a la usanza romántica se le adjudica cómo el amo y gestor de nuestros sentimientos, era del más duro y gris de los granitos, ya que jamás dejaba entrever una gota de ternura o compasión por la triste situación que acontecía en esa enorme y fría casa; le parecía increíble que un hombre tan joven, guapo y exitoso, estuviese inmerso en tal grado de amargura.

Cuando Edward llegaba al recibidor del opulento inmueble ―con más aires a museo que de casa―, le dio alcance y tomándolo del brazo lo detuvo.

―Señor, por favor... ―rogó jadeando y tratando de recuperar el aliento apoyando sus manos en las rodillas.

Pero Edward no se compadeció, todo lo contrario, la miró con intimidante desprecio, por osar siquiera a tal atrevimiento. Luego, espetó con voz gélida―: ¿Qué es lo que desea, Zafrina?

La mujer, haciendo acopio de toda su valentía, no se amilanó frente a esas dos esmeraldas, más parecidas a dos icebergs, que la fulminaron con la mirada. Se irguió orgullosa en su metro ochenta de altura ―mujer alta, gracias a su ascendencia Amazona― y le hizo frente al metro noventa que con desdén la contemplaba desde arriba.

―Lo mismo que todas las noches señor...―soltó atrevida examinando las expresiones de su patrón, que por un segundo parecieron suavizarse, lo que la animó a continuar―: Me preguntaba si esta vez, usted podría...

―No ―la cortó de forma brusca y para nada cortés, no quería escuchar el mismo discurso otra vez―. Ya le he explicado varias veces que no tengo tiempo para esas estupideces, soy un hombre muy ocupado. Ahora si me disculpa, se me hace tarde. Buenas noches.

Edward giró sobre sus talones dejándola clavada en el lugar, sintiéndose el peor de los desgraciados, pero jamás cedería a sus peticiones. Anne era su tormento diario y no tenía pensado flaquear a sus encantos. Era la maldita sombra que no le permitía avanzar y dejar atrás, sus tortuosos y dolorosos recuerdos.

 Era la maldita sombra que no le permitía avanzar y dejar atrás, sus tortuosos y dolorosos recuerdos

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