IX - La vasija

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Las casi diez horas de vuelo no resultaron muy agradables. Abriendo cajas y cartones, bolsas y envoltorios, leyendo indicaciones y escogiendo material. Rellenaron los macutos y repartieron las armas. Había de toda clase, para herir una ardilla voladora o para matar a un rinoceronte. De todo, tal y como Ryo había ordenado. Todo el mundo inició los preparativos, excepto él. Dedicó su tiempo a leer los documentos de los cordones rojos en privado. Lentamente se percataba de la enorme responsabilidad que había recaído sobre sus hombros y se sentía culpable por arrastrar a los demás. Cien millones de dólares era una suma insignificante como compensación. El dinero había perdido por completo su valor. Y asimismo los coches, las casas, los yates y la ropa de marca. Ya nada de eso importaba. Ahora entendía a su padre. Un escalofrío recorrió su cuerpo y sintió miedo. Se vio obligado a contárselo a los demás y ofrecerles la opción de elegir, aunque una vez la verdad era sabida, en realidad no quedaba ninguna opción.

Faltaba muy poco para aterrizar en el aeródromo de Grootfontein, al norte de Namibia y muy cerca del meteorito. Las turbinas del avión engullían las abundantes bolsas de aire caliente esparcidas por la atmósfera y la estructura de aluminio no paraba de tambalearse.

Casi se parte en dos esta vez —comentó Alejandro, riéndose.

Pero nadie le veía la gracia. Tom acariciaba un fusil de francotirador PSG-1, que sin duda había elegido para llevarse. Mimaba más a las armas que a las mujeres. El resto descansaba con nerviosismo, deseando llegar a su destino. Ryo se quedó de pie, observándolos. Sabía que todo estaba a punto de cambiar y también estaba al corriente que no encontraría mejor momento para hablar con ellos.

—¡Prestadme atención, por favor! He averiguado algo muy importante y creo que debo contároslo.

Sacó el documento más viejo y estropeado que había, y se sentó cerca de la puerta de la cabina de mandos. Ordenó a las dos azafatas que se fueran atrás, donde guardaban los carritos diminutos y las medias latas de refrescos y así conseguir algo de intimidad, y empezó a leer.

Hace calor. Faltan casi dos meses para regresar a la capital y el emperador se encuentra muy mal. El primer ministro no nos deja verlo. Es muy raro, pero no tanto como el comportamiento del primer ministro.

Estoy cansado. Desde hace tres días el primer ministro ordena que al emperador le traigan grandes cantidades de pescado. Cuando se me permitía lavarle los pies, siempre me decía que mi ropa olía a pescado y que detestaba ese olor. No sé por qué no protesta ahora. Todo apesta a pescado.

Aún no me lo puedo creer. El emperador lleva semanas muerto y el primer ministro lo oculta. Qué escándalo. Entré con el fin de lavarle los pies sin que me lo ordenasen y así quizás ganarme su favor. Cuando lo vi, apestaba más que el pescado podrido de su alrededor. Salí corriendo y me alejé todo lo que pude, pero sin querer he robado la vasija del emperador. Si se enteran, me matarán.

Por fin he cruzado el mar. He decidido quedarme aquí y formar una familia. Lejos de China. Mi hogar.

Anoche hablé conmigo mismo. Me lavé la cara en el mismo lugar en el que le lavaban los pies al emperador. El fondo brilló, y aparecí en el agua diciéndome que la cosecha sería buena y que en el mercado debía comprar el cerdo negro. El de la mala suerte. Creo que el espíritu del emperador guía mis pasos. Sí, estoy seguro; el reflejo en el agua es su espíritu, y no mi reflejo.

El emperador se me aparece con cada luna llena. Mi familia prospera mucho con su ayuda. Poseo muchos cerdos y cuatro sirvientes. Mi esposa y mi hijo son felices.

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora