VI - Los compañeros

41 4 0
                                    

Cinco órdenes distintas partieron desde un servidor remoto en un edificio lejano, perteneciente a la compañía Nagato. Cinco hombres de traje blanco con cinco sobres sellados a cal y canto por un sello de cera rojo y la solemne promesa de sus portadores a no abrirlos jamás. Cada promesa costó cinco millones de dólares y contrataron a cinco sicarios para que liquidasen al portador que no cumpliera con su cometido.

Más un paquete de un padre muerto que pronto llegaría a las manos de su hijo, donde por fin se confesaba.

Los aviones partieron desde distintos aeropuertos desperdigados por toda la geografía japonesa. Sus destinos resultaban tanto diversos, como inesperados:

Texas, en Estados Unidos. El sobre lo recibió un vaquero, con botas de piel de serpiente y chaqueta americana. Escupió en el porche y deslumbró con su sonrisa blanca mientras sacaba brillo a su Colt Python plateado.

Barcelona, en España. El café bajo el sombrajo de las torres de la Sagrada Familia era el lugar perfecto para leer un libro y admirar a las chicas bonitas que lucían sus terciopelados ombligos de verano. Con gafas de culo de botella y pantalones cortos con bolsillos militares en los lados, la excéntrica rata de biblioteca asomó su hocico de entre las páginas de su «Manuscritos muertos» y advirtió al trajeado con el sobre en la mano.

Bangalore, en la India. El sobre lo recibiría un joven de color chocolate con leche que impartía clases a universitarios de su misma edad. Uno, cero, cero, uno, cero, uno, cero... y vuelta a empezar. Jamás le habían enseñado el idioma de las máquinas. Al parecer había nacido sabiéndolo. No le gustaba que le interrumpieran durante sus clases y se enfadó. Saltó de su podio regresando al mundo de los primates, como él lo llamaba, y se abalanzó hacia la puerta. El hombre trajeado de blanco, sin parpadear, le entregó el sobre antes de marcharse.

Ayers Rock, en Australia. El ombligo del mundo no era el lugar ideal para entregar la correspondencia, pero allí estaba. En la cima de la formación rocosa esperando a que la insensata mujer, que trepaba sin arreos ni cuerdas, llegara hasta él. No tenía permiso para escalar, pero lo hacía de todas formas. Cuando advirtió al hombre de ojos rasgados y al helicóptero de la compañía Nagato, dedujo que los que sobrevolaron la roca media hora antes, no eran estúpidos turistas. Cogió el sobre con recelo y esperó cinco minutos hasta que decidió saltar por el precipicio y aterrizar en el punto de partida con la ayuda de un paracaídas.

Faltaba un quinto sobre por entregar. Y si no fuese por el sicario, su portador desistiría en su intento por entregarlo.

Ryo portaba el paquete de su padre como un plato repleto de sopa caliente. Le daba miedo que se le escurriese, que se derramasen las escasas palabras que su progenitor le había regalado. Hiro se había marchado junto con el jardinero a ahogar sus penas en sake caliente y a desentonar con entusiasmo, ensordeciendo a los pocos clientes del karaoke cercano a la mansión. En la televisión hablaban de accidentes de tráfico, de goles imposibles y de bodas bobaliconas de estrellas fugaces. Una vez que acabaron los comentarios anteriores, aparecieron de repente unos dibujos animados de un niño que enseñaba el culo. Ryo apagó la tele y gritó:

Bobadas y majaderías.

Aunque a él, le gustaba aquel programa. El paquete le quemaba en las manos y lo apoyó sobre la mesa de la cocina. Acarició su plana y polvorosa superficie con devoción, rozó los cantos con las yemas de sus dedos, pensó en lo importante que era aquel momento y suspiró. Se calmó y lo abrió, pero con cuidado para no desprender ni una fibra del acartonado envoltorio de papel. En su interior encontró ciento veintitrés cartas. Una para cada estación, que también se contaban a cuatro por año, y alguna más de sobra, por si acaso. Ryo absorbió los mensajes de aquellas cartas durante tres días y tres noches. Sólo bebía lo que Hiro le dejaba sobre la mesa, y los platos de comida no se amontonaban, porque los tiraba al suelo intactos. Le estorbaban, y no quería manchar sus preciadas cartas. El ama de llaves lo limpiaba todo en silencio. No quedó rencor, ni remordimientos, ni mal sabor de boca. Todo estaba dicho. Ryo se encontró a sí mismo, libre de seguir adelante tras haber perdonado a su padre y tras haber sido perdonado.

*

A nueve mil quinientos cincuenta y ocho kilómetros de la ciudad de Tokio.

En Londres. Una voz espesa viajaba desde un satélite hasta un móvil desechable en Japón. Ansiaba respuestas, mientras el tartamudo interlocutor, en el otro extremo, le contaba historias sin sentido, que más bien sonaban a excusas.

—¡No me importa lo que cueste! —replicó la espesa voz—. Síguele a donde quiera que vaya, mata si es necesario o paga a otros para que maten, no me importa. ¡Quiero resultados! ¿Entendido?

—Por supuesto... no se preocupe. Resultados... claro que sí.

 claro que sí

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora