XIV - Malos espíritus

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Harmonía. Durante los últimos años, el primer emperador de China, unificador de feudos y gran guerrero, se había vuelto tan paranoico a causa de los incontables aunque fallidos intentos de asesinato que creó un ejército para protegerlo, incluso tras su muerte. Años después, mientras sus veinte sirvientes, siete concubinas, tres sacerdotes y cincuenta soldados le trasladaban de una habitación a otra para ocultarse de los maleantes y los asesinos de fortuna, empezó a gritar —endemoniado— la palabra «pirámide», tantas veces, que en algunos textos aparece sin ningún sentido aparente. Los dragones y las montañas nevadas dibujadas en las paredes no fueron suficientes para ahuyentar a los malos espíritus y ensordecer a las orejas indiscretas. Muchos fueron decapitados por tacharlo de loco, otros pocos fueron quemados por insinuarlo y a otros tantos los descuartizaron, atando sus extremidades a cuatro caballos, por si acaso. El sabio y temido emperador pronto se llevaría a la tumba sus más preciados secretos sin ni siquiera compartirlos con sus hijos. Por desgracia para él, muchos de sus sirvientes sabían escribir, y así lo hicieron.

*

El joven, de piel chocolate con leche, manipulaba códigos de páginas web a su antojo y según la predisposición del momento. No prestaba mucha atención a sus compañeros, ya que ni le hacían mucha gracia sus chistes y anécdotas, ni les consideraba aptos para entablar una conversación medianamente interesante, a excepción de Alejandro que de vez en cuando mostraba signos de lucidez. A pesar de ello, eran sus hermanos y daría la vida por ellos sin dudarlo ni un segundo. Era un genio incapaz de transmitir sentimientos que no pudieran analizarse tras una rápida comparación mental de pros y contras, y tampoco se sentía cómodo mostrando su lado humanizado.

—Rajid.

—...

—¡Rajid!

—Déjalo, Ryo, ¿no ves que está hipnotizado con los cotilleos de Facebook y las incoherencias de Twitter? —denotó Alejandro.

—Eso lo harás tú, cerebro de mosquito. Ahora mismo estoy analizando los datos que hemos recopilado del meteorito y los estoy cotejando con las bases de datos de todo el planeta —contestó Rajid.

—Muy bien, chiquitín, y de paso descárgate el Mario Bross de la SNES y echamos una partidita.

—Muy gracioso, Alejandro... de todas formas te recuerdo que ya no tengo dieciséis años, aunque —incluso por aquel entonces— mi coeficiente intelectual superaba el tuyo con creces. Por cierto... yo también te quiero...

—Ya basta, cerebritos —replicó Ryo. Necesito toda la información que seáis capaces de encontrar referente a los Guerreros de Terracota, el edificio donde se encuentran...

—Planos, tipo de estructura, salidas y entradas, y demás... —interrumpió Rajid.

—... exacto. También rastrea los dispositivos de seguridad, cámaras, sensores, personal, sencillamente todo.

—Parece que no vamos a visitar ese sitio sino más bien asaltarlo —exclamó Tom.

—No sé muy bien qué es lo que vamos a hacer, pero debemos estar preparados. Si uno de los amuletos se encuentra entre esos guerreros, debemos conseguirlo a toda costa.

—¿Mataremos? —preguntó Tom.

—Espero que no, pero si alguien tiene que morir, que no seamos nosotros, ¿de acuerdo?

—¡Sí! —asintieron todos al unísono.

—¡Perfecto! Aún nos quedan varias horas de vuelo, así que cuando dispongamos de la información necesaria, trazaremos dos planes como siempre hacíamos, incluso para nuestras escapadas nocturnas en la universidad. El oficial y el de emergencia.

—¿Cuál? El de siempre...

—Sí, Tom, el de siempre. Pero no hace falta que lo digas de esa manera.

—Eres la única persona que conozco de este mundo que improvisar lo llamaría plan de emergencia.

—Acepto sugerencias —dijo Ryo con ironía.

—¡No, no! Por mi bien, siempre ha funcionado antes —contestó Tom, sonriendo.

Los números cambiaban de secuencia y de color. De verde a amarillo y seguidamente de color gris parpadeante. Sumándose entre sí, se fusionaban, formaban una pasta, parecida a un puré de patatas hinchado con leche, se tornaban rojas hasta que saltaba un texto que ponía «DESCARGA CONSEGUIDA». Los dos genios competían entre ellos como si un gran premio les aguardase al cruzar la meta. Todos en el avión, incluido las azafatas que se reían con los cibernéticos duelistas, daban por sentado que Rajid sería el ganador indiscutible. El ordenador que llevaba por cerebro disponía de cien o doscientos gigas de memoria RAM frente a los veinte o veinticinco que tenía Alejandro, pero aun así, no se daba por vencido.

Esta vez te vas a enterar, mocoso —comentaba en voz baja.

Ni en sueños —contestaba Rajid, estimulado por la situación.

Si los patrocinadores de refrescos azucarados y los fabricantes de perritos calientes con salsas de dudosa procedencia presenciasen una competición tan voraz, sin duda lo incluirían en el repertorio de deportes olímpicos de alto riesgo. Más pronto que tarde, en la pantalla de Rajid apareció un popurrí de imágenes, planos, fichas técnicas y de personal, horarios, comedores, el menú del día e información tanto útil como inútil.

—Espero que os guste el arroz tres delicias.

—¿Por qué dices eso, Rajid? —preguntó Selma.

—Porque aparece todos los días de la semana en el menú de la cafetería.

—Dejaos de bromas y empecemos a trabajar —replicó Hiro con un tonillo de voz muy desagradable.

Ryo se acercó a Hiro y le pidió que se apartasen de los demás. Lo agarró del hombro y le entregó una tarjeta con un número codificado que le había entregado el lánguido abogado de la familia antes de partir.

—Llámalo y que nos allane el camino. Prefiero no toparme con turistas.

—O guardias y soldados.

—Eso también —afirmó Ryo.

—Yo me encargo. Tú sólo céntrate en conocer bien las vías de escape.

—Llama al abogado y que no nos falle. 

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora