XVIII - Buscando a Gengis Kan

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La vista se perdía en el horizonte hasta donde el cielo se casaba con la tierra, en una línea imaginaria interpretada por la sencilla capacidad ocular del hombre. La fina capa de verde velludo, con olor a frescor de tierra seca y sabor a ramos de perejil, se mecía como un mar extraño en un océano de imperceptibles colinas. Las pocas rocas que emergían de las profundidades, puntiagudas y relamidas por el viento, se manifestaban como faros ajenos al paisaje, colocados a propósito como puntos de referencia para ayudar a los viajeros. Y en medio de toda la nada, un perímetro de seiscientos mil metros cuadrados marcaba el lugar del palacio del poderoso guerrero. Cuarenta mil caballos trotaron para allanar el terreno y más de dos mil personas fueron degolladas por ochocientos soldados, con el fin de guardar el secreto. Y para asegurarlo, los cadáveres de los ochocientos soldados fue el sacrificio final que selló la tumba perdida.

En la fastuosa llanura aparecía desplegado un campamento de diversos arqueólogos en el que se vislumbraban entre la poliétnica multitud de banderas y banderines de todos los tamaños y colores: rojiblancas con azul estrellado, blancas con punto de exclamación rojo sin palillo, tricolores para todos los gustos; del cruasán, la pizza y la salchicha, otras con leones enzarzados, águilas posando y llaves antiguas. Sin mencionar las de los escudos, coronas, y toda clase de flora y fauna. Cada bandera tenía su grupo, y cada grupo se dividía en un par de blanquinosos con pantalón corto, botines a juego y camisetillas sin gusto, junto a cuadrillas de obreros que cavaban, lavaban y trazaban líneas con cuerdas muy finas que marcaban el territorio ya explorado.

Ryo se acercó a una cuadrilla que trabajaba cerca de él y observó ciertas miradas recelosas y desconfiadas. Sus patrones se las habrían inculcado o sólo manifestaban su verdadera naturaleza. No hablaban entre ellos, gruñían. El sol les había quemado la piel y sus rasgados ojos intuían malicia, pero inofensiva. Ryo había envuelto la catana con un trozo de tela de color marrón para que no llamara la atención y la portaba colgada en su hombro, junto a su mochila negra, a modo de utensilio para cocinar o lo que cada uno quisiera imaginarse. Cogió un suculento fajo de billetes de su cartera y los blandió en la mano a modo de abanico.

—Me gustaría hacer unas preguntas. ¿Alguien tiene respuestas?

Un tipo con bigotillo aclarado y perilla de cuatro pelos —que parecía ser el jefecillo de la cuadrilla— se acercó y cogió el dinero con una maestría digna de Houdini.

—En la taberna. Esta noche. Pero no traiga a todos sus amigos. Llaman mucho la atención.

—Muy bien —asintió Ryo.

—Ah, y traiga más de éstos. Recuerde que invita usted.

El jefecillo, mondo, palpó su bolsillo y siguió dando instrucciones a los demás. Pero más contento que antes y sin miraditas extrañas. Ryo observó cómo continuaron con su labor, como si nada hubiera sucedido, y regresó con los demás.

—¡A ver! Esta noche me reuniré con ese hombre. Selma, tú vendrás conmigo; quizás podamos distraerle y hacer que se siente más cómodo y de esa forma hable más de lo que tiene planeado.

—Pero...

—No te preocupes, Hiro. Sabes que debes quedarte para evitar que el resto se meta en líos. Y tú, Eva, no pongas esa cara. La próxima vez te usaré a ti de placebo.

Hiro asintió convencido de que a Ryo no le faltaban razones y Eva sonrió.

—De acuerdo. Quiero que montéis el campamento por aquí cerca, pero sin mezclaros con el resto. Que se note que queremos formar parte del yacimiento, pero sin parecer amenazadores. Tú, Tom, esconde mejor las armas, que se te ve el cañón de la pistola cómo sobresale de tu chaleco y tú, Rajid, quiero que averigües todo lo que sea posible de este lugar y de sus interesados habitantes. ¿Queda claro?

—Como el agua —contestó Rajid—. Montaré la antena y me conectaré directamente con el satélite de la empresa. Así no quedará rastro de nada.

—Eso suena genial —exclamó Ryo.

—Toma también este teléfono —añadió Rajid—. Utilízalo sólo en caso de emergencia. Intentaré evitar toda intromisión, pero no puedo garantizártelo.

—Gracias, Rajid. Bueno, manos a la obra. Selma y yo buscaremos esa taberna, echaremos un vistazo por los alrededores y cuando acabemos con la charla de esta noche, nos reuniremos con vosotros.

El tiempo transcurría entre picos, palas, cepillos de pelo duro y polvo, mucho polvo. Algún que otro científico se asomó para saludar a la extraña parejita que había brotado como una seta en medio de una explanada. Imposible pero no incierto. Las amaneradas preguntitas y los tonillos de cortesía aclaraban la situación. No eran bienvenidos, pero nadie podía hacer nada para evítalo, así que los científicos, de brocha fina y lupas de mango dorado, se limitaban a acercarse a sus posibles rivales para tantearlos. La tumba del mítico Gengis Kan era un secreto muy bien guardado y su descubridor se convertiría en alguien muy rico y famoso. Un botín demasiado meloso incluso para los estirados de Oxford y los indomables de Yale, junto con el resto de eruditos que lucían unas minúsculas insignias y titulillos, que cada uno de ellos portaba a modo de trofeo discreto, para acallar las malas lenguas.

Un criadero de Alejandro, eso es este lugar —susurró Selma, suscitando las carcajadas de Ryo.

Las piedrecitas, con imperceptibles tallados que a veces sólo eran boñigos de caballo fosilizados, circulaban a modo de moneda local, de mano en mano, cambiándose por un poco de tabaco para liar o un trocito de queso enmohecido, muy apreciado por aquellos lares, y finalmente acababan en manos de los arqueólogos que las observaban con recelo, y retornaban a las manos del desafortunado «comprador final» que a su vez las lanzaba al quinto pino, donde cabía la posibilidad de dar origen a otro círculo vicioso. En raras ocasiones encontraban algo que merecía la pena, y con la paga extra de los empleadores, festejaban durante toda la noche entre sábanas de seda falsa en improvisados burdeles de dudosa reputación.

Pocos sabían dónde se encontraba la tumba del rey que conquistó las tres cuartas partes del mundo conocido, y todos conocían la ubicación exacta de la famosísima taberna. Una tienda de campaña descomunal, de tela blanca recubierta de polvo y restregones verdes de césped arrancado, se levantaba a unos pocos minutos caminando hacia el sur. Tan lejos como para no envenenar el aire de cultura y misterio que se respiraba en el yacimiento con sus emanaciones mundanas, y a su vez tan a mano para poder disfrutar de los necesarios placeres que aclaran la mente y calman el dolor de las ampollas. Aún no era de noche, pero estaba llena de parroquianos. Como en todas partes: unos disfrutaban del fruto del sudor de su frente y otros del esfuerzo de los demás. Allí se hacían apuestas tanto serias como bobas: quién bebía más rápido o quién podía saltar por encima de una silla y aterrizar de pie. También se pelaban, pero nada serio. Enseguida la mujer del tabernero lucía una escopeta de perdigones y cal viva que atemorizaba a los licenciosos juerguistas. No causaba la muerte aunque ya eran varios los traseros que había chamuscado, negándoles el placer de sentarse a gusto durante algunos meses.

En el centro de la taberna, al lado de una especie de chimenea cuadrada con aspas de cacerola, se sentaron Ryo y Selma. Las vivarachas llamas y el chisporroteo del carbón que se consumía colmaban el ambiente de un romanticismo completamente imperceptible para los cansados borrachines y eventuales excavadores de mocos.

—¿Qué van a tomar?

La tabernera se acercó gimiendo como un caballo, harta de las cochinerías de su marido que sólo pensaba en invitar a las escasas mozas un trago y así conseguir rozarles el busto con el codo. Con disimulo, según decía él.

—Tráenos una jarra de vino y algo para picar —dijo Ryo— y que sea de lo mejor de la casa.

La edad y los kilos sobrantes le pesaban a la enfurecida anfitriona. Lo que no significaba que no se diera cuenta de las pintas que llevaban sus clientes. Es este caso, muy buena. Vino del bueno y del mejor, de tetrabrik, y no del polvo rojizo mezclado con agua que le servía al resto; pollo en salsa de garbanzos y leche de yak, que cuando la fermentaban la utilizaban como nata liquida tirando a aguada con tropezones; y pan del día anterior, no como las piedras que guardaba de la semana pasada.

—¡Que aprovechen!

—Y suerte con la digestión —añadió Selma. 

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora