Una taza de plástico, de color marfil lacado, revoloteaba por las manos de Ryo desenmascarando su impaciencia. El avinagrado vino se vertía con cada movimiento, aunque poco importaba. Ya habían pedido cuatro jarras del néctar para ensaladas. No lo bebían. Se limitaban a repartirlo entre los clientes con el fin de conseguir cualquier tipo de información que les pudiera resultar de utilidad. Se habían hartado de oír cuentos chinos, o más bien mongoles, y estuvieron a punto de marcharse cuando hizo su aparición el jefecillo, desprovisto de su bigote frondoso. Tras un largo día de duro trabajo, dando órdenes sin remangarse las mangas ni mancharse las manos, se sentó al lado de Selma y sonrió con picardía.
—Una taza para echarme vino —gritó a la tabernera—, que hoy me invitan.
Ryo se inclinó hacia él y le introdujo unos cuantos billetes en el bolsillo de su chaleco.
—Intentemos actuar con discreción.
—Como usted ordene. Usted es quien paga... quiero decir, quien manda.
—¡Bien! Dime lo que sepas sobre la ubicación de la tumba del Gengis Kan.
—Deme un minuto que me aclare el gaznate.
Se bebió de un sorbo el avinagrado vino y miró de reojo las largas piernas de Selma, siguiendo el caminito hacia arriba y acabando entre sus pechos.
—Veo que te gusta lo que ves —sonrió Selma—, ayuda a mi amigo y puede que pruebes suerte.
Ryo arqueó las cejas y le siguió el juego a la falsa excitada fémina.
—Primero cumplir y luego disfrutar —añadió.
—Ninguno de los que nos encontramos en el yacimiento sabemos dónde está la tumba.
Selma sacó con disimulo un cuchillo de once pulgadas y se lo arrimó a la entrepierna, empujando el mango con suavidad.
—¡Entonces nos has estado tomando el pelo!
—Jamás me atrevería a hacer una cosa así —contestó entre sudores fríos y un tembleque impulsivo—. Tenga un poco de paciencia, señorita.
El tono de la conversación ya había cambiado y para inclinar la balanza a su favor, Ryo mostró un fajo de billetes al emblanquecido jefecillo, que estaba a punto de perder los pocos pelos de los que presumía.
—Relájate y cuenta —ordenó Ryo.
—El gobierno ha prohibido hasta nueva orden que se hagan excavaciones en las cercanías. Algunos arqueólogos intentaron saltarse las normas y acabaron extraditados, sin demasiadas explicaciones. Hace un año, un larguirucho que vino de Rusia, acompañado por varios científicos y con maquinaria de todo tipo, anunció un descubrimiento que le costó la vida.
—¿Qué descubrimiento?
—En realidad no se sabe.
—¿Y de qué me sirve esta información? —dijo Ryo, quejándose.
Selma apretó el cuchillo lo suficiente como para que notase el frescor de su filo.
—Ya, ya, ya... ahora viene lo importante.
—Suéltalo.
—Uno de los guías del larguirucho es un ladrón muy conocido por aquí. Seguramente tiene información muy valiosa, siempre que podáis costeárosla.
—¿Cómo se llama? —susurró Selma, mientras respiraba cerca de su oreja.
—Debo deciros que es un hombre muy peligroso.
—¿¡Que cómo se llama!?
—Ganbaatar. Se llama Ganbaatar, pero los hombres le conocen como Gan el Gorila.
—¿Y dónde podemos encontrarlo? —preguntó Ryo con un par de billetes más en la mano.
—A unos treinta kilómetros hacia el norte encontraréis una posada de mala muerte llamada La Casa del Árbol. Es muy curioso porque no se ve un árbol ni a un kilómetro de distancia, y apesta.
Lo que decía, no tenía pérdida. Construido muy cerca de un precipicio que sólo las gentes de mala muerte y los buitres perdidos se atrevían a acercarse.
—¿Algo más?
—Sí, señor... yo no me atrevería a ir solo. Ni siquiera acompañado de tan peligrosa belleza.
—Eso no es asunto tuyo —replicó Ryo y le entregó el resto de los billetes.
El jefecillo se marchó contentillo y rascándose los bajos. No disponía de ego y todo se la traía al fresco. Los de los alrededores miraban con recelo y Ryo llamó a la tabernera. Le mencionó que la comida era exquisita y que su vino no tenía rival, y acto seguido le pagó lo servido y un montón de rondas más para emborrachar a todo el personal.
—No escatimes en nada que me enteraré —le advirtió, guiñándole el ojo.
Ella asintió, agradecida, y movió sus enormes posaderas para cumplir con la misión.
Más tarde, de regreso al campamento, Selma sintió un escalofrío extraño. Le recordó las largas noches de vigilancia durante la guerra, mientras dormía con un ojo abierto y con el pulgar junto a un detonador casero, hecho de hilos de cobre y gomas verdiblancas de borrar.
—¡Algo va mal!
—Yo también lo presiento. ¡Anda, no te detengas!
Tom removía el contenido de una cazuela negra, más apropiada para un wéstern que para un grupo con equipamiento moderno, mientras no separaba la mano izquierda de su revólver escondido bajo su poncho gris.
—¿De qué película te han sacado a ti? —preguntó Ryo, mientras le echaba un vistazo al cocinero.
—Cuando pruebes mi chile, ya no te hará tanta gracia.
Hiro, que terminaba de inspeccionar el campamento, se acercó, ansioso, para saber lo ocurrido.
—¡Y bien!
—Creo que hemos conseguido una pista, aunque de dudosa veracidad —informó—. ¿Y vosotros?
—Nada importante. Al menos nos hemos puesto cómodos.
Se arrimaron a la fogata y Ryo contó la pequeña peripecia habida en la taberna. Decidieron que Selma y él debían continuar en busca del tal Gan el Gorila, mientras el resto se ocupaba de recopilar más información por los alrededores.
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El juicio de los espejos - Las lágrimas de Dios
Abenteuer¿Y si la historia de la humanidad no fuese tal y como la conocemos? En todo el planeta, en todas las épocas, nos encontramos con pirámides y obeliscos. Desde civilizaciones perdidas en tiempos secretos, pasando por los emperadores chinos, atravesa...