XVI - Entre los Guerreros de Terracota

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—Dirígete hacia la otra fila. A tu derecha —indicaba Rajid desde lo alto.

—¿Por aquí? —preguntaba Alejandro.

—Sí. Vas bien. Si es que he interpretado bien el plano.

—¿Y qué significa eso?

—Nada, nada; que vas bien.

Al resto les resultaba gracioso ver cómo los dos amigables rivales se metían el uno con el otro. Sólo Hiro se mantenía al margen de las jugarretas, ya que le inquietaba la peste que despedían los andrajos de los dos cadáveres. No le gustó lo que Ryo les había explicado hacía unos minutos y tampoco le atraía la idea de tener que enfrentarse a otra persona que poseía un amuleto.

Los que utilizan esta cosa siempre ganan. Siempre hacen fortuna y siempre alcanzan la gloria, pensaba mientras mascaba un trozo de cecina salada.

—¡Creo que ya lo he encontrado! —anunció Alejandro.

—¿Estás seguro?

—Sólo él llora.

—Vamos a verlo... —dijo Ryo.

Una cadena de explosiones, ocho en total, destrozaron los cristales del techo convirtiéndolos en virutas de vidrio que se esparcieron como proyectiles por toda la nave. Los marcos de chapa cedieron, doblándose como hojas de papel que se parten al ser removidas por un huracán y un ensordecedor estruendo golpeó los tímpanos de los que aguardaban abajo. Más de veinticuatro cuerdas negras se descolgaron en un abrir y cerrar de ojos, los desalineados mercenarios aparecieron deslizándose a tropel sin ningún orden aparente, uno no logró agarrarse bien y se precipitó encima de un caballo de terracota, decapitándolo mientras se abría el cráneo, y a otro se le enredó la larga melena en un enganche de seguridad arrancándole la cabellera. Tom cogió su rifle y empezó a disparar con gran precisión y maestría, Selma preparó un potente explosivo de C-4 mezclado con variantes de lejía y aguarrás, cubierto con diminutas canicas plateadas. Le introdujo un detonador y se lo entregó a Eva que empezó a trepar por una de las cuerdas que había cerca y que Hiro y Ryo despejaron. Rajid disparaba a diestro y siniestro por la ventana de la oficina mientras Alejandro escarbaba en los pies de la estatua.

—¿Dónde estás? Maldito cachivache, ¿dónde estás? —decía, angustiado, y se dejaba la piel de los dedos en la dura tierra.

Un bastardo empezó a dispararle convirtiendo al milenario monumento en desfigurados fragmentos de barro seco. Ryo, que se había percatado de la situación, corrió entre estatuas, esquivó los cadáveres que Tom dejaba caer, cortó con su catana las cabezas de un par que intentaron levantarse para dispararle y atravesó por la espalda al malnacido que intentó matar a Alejandro, hasta que el metal llegó a su estómago, y entonces golpeó con fuerza y desriñonó por completo a su oponente.

—Gracias, Ryo.

—Descuida. ¿Has encontrado ya lo que buscamos?

—Creo que sí —afirmó Alejandro.

—Pues date prisa.

—Ni que lo digas.

Una superficie dura y plana ocupaba la base del soldado llorón. Por fortuna, ya sólo quedaba la gravilla y resultó mucho más fácil, y menos violento. A Alejandro no le gustaba mancillar las antigüedades. La desorganizada muchedumbre estaba muy bien armada, pero sólo actuaban de carnaza. Tom los derribaba, Selma los acribillaba, Rajid acertaba alguna que otra vez e Hiro contemplaba con orgullo a los polluelos en medio del tiroteo, disparando a algún que otro despistado que por pura suerte se acercaba demasiado. La verdadera víctima del suceso era el Patrimonio de la Humanidad.

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora