XII - La visión del meteorito

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Hiro colocó catorce botellas de agua alrededor del meteorito y preparó otros tres garrafones que vertería sobre él en el momento indicado. Si los relatos de los documentos coincidían en algo, era en el detalle de que el agua reflectaba la imagen y transmitía la voz de los denominados dioses o espíritus. Con total seguridad, creía que el agua actuaba como conductor o como amplificador.

Supercherías y majaderías. Ningún hecho científico sostiene esa teoría —decía Alejandro.

Si te rascas un grano en tu culo, sabes que está ahí, aunque no lo veas —replicó Selma.

El resto se limitaba a comprobar los equipos de grabación y demás artilugios.

Ryo clavó la catana en la tierra, muy cerca del meteorito, pero sin acercar demasiado a los dos amuletos. Se quitó los zapatos y notó cómo la arisca tierra se le metía entre los dedos. Los escasos árboles de su alrededor seguían contoneándose a pesar de que el viento había dejado de soplar, y la cacofonía de todas las noches brillaba por su ausencia. Ryo presintió la presencia de su padre cuando Hiro desenvainó su espada y con un fuerte golpe de codo y muñeca partió en dos los tres garrafones y estampó el desgastado filo contra la reliquia familiar. El acero empezó a vibrar con fuerza y la imagen apareció más nítida que la última vez.

—Ha comenzado tu peripecia. Has encontrado uno de los tres amuletos naturales y pretendes reventarlo para llevarte el iridio. Ni lo intentes. Aparte de resultar una empresa imposible de conseguir, no debes hacerlo. Los elementos naturales que nos rodean han de ser respetados o el equilibrio desaparecerá y las consecuencias son desconocidas. Incluso para el futuro.

—¿Dices que son tres los elementos naturales?

La espada dejó de vibrar, congelándose al instante, igual que la primera vez. El movimiento ondeó frente a los ojos de Ryo, intenso e invisible, y penetró el meteorito transmitiéndole la vibración. La voz, metálica y cristalina, se transmitía a través de las gotas de agua que se deshacían al tocar el suelo.

—El mayor de todos los elementos es el planeta Tierra. El gran meteorito, que exterminó la vida hace millones de años, sembró iridio por toda su superficie y creó una capa receptora. La madre Tierra sigue siendo el eslabón más importante de todos. El segundo eslabón yace ante vosotros y el tercero aún desconocemos su ubicación.

—¿Qué debo hacer?

—Encontrar los amuletos.

—Lo haré.

—Debes buscar en la tumba del primer emperador la peineta de la reina. Se encuentra bajo la mirada del soldado más joven de todos, reclutado para servirle en su descanso eterno. Es el único que llora la pérdida de su señor.

—Lo encontraré y lo destruiré.

—No debes destruir los amuletos. Sólo tienes que ponerlos a buen recaudo. Una vez conseguido, se te revelará qué has de hacer.

—Entiendo.

—¡No! No lo entiendes. Tú sólo eres otra oportunidad. Nosotros...

El meteorito dejó de vibrar, y la voz desapareció de repente. Los animales empezaron a gimotear y los árboles dejaron de moverse, el calor abofeteó las caras de los comparecientes y el agua de las catorce botellas terminaron evaporándose al instante. Los relojes se adelantaron doce minutos y las luces de las cámaras, que grababan lo ocurrido, se fundieron tras el destello de una luz cegadora, y el olor a azufre quemado volvió a aparecer.

La ensimismada luna observaba con detenimiento las estratagemas de los mortales que clamaban su destello. En el tablero del conocimiento, las piezas fueron colocadas de tal manera que ni el mejor de los ajedrecistas sería capaz de adivinar al ganador de la partida. Las torres se ocultaban tras los pertrechados peones que iban a sacrificarse en nombre del rey y los alfiles olisqueaban como perros rabiosos al resto de las piezas en busca de debilidades. El mayor problema consistía en que ningún papel estaba definido y, al final, la reina quizás resultase ser un caballo.

—Maldito Neptuno de los siete mares y me cago en su tridente —gritó Alejandro—. No se ve ni se oye nada. Las cámaras están en blanco y en la cinta de la grabadora sólo aparece un sonido tedioso, como un arañazo sobre una pizarra de madera.

—¡No es posible! No me digas que se nos podría tomar por dementes —exclamó Eva.

—Me da igual. Yo sé muy bien lo que han presenciado mis ojos. Y no estoy loco —afirmó Tom.

Ryo se limpió los pies y volvió a calzarse. Cogió la catana, se sentó en el meteorito y la limpió con su camisa. Las motas de tierra iban deslizándose por la afilada superficie y si no lo estuviera comprobando él mismo con sus ojos, jamás creería que el filo cortaba hasta el mismísimo polvo de la misma manera que un imán separa las virutas de hierro sin tocarlas.

—Te has salvado —susurró a la enorme bola de hierro espacial.

Envainó el milagro, y lo entregó a sus compañeros para que se deleitasen de la increíble obra de artesanía que parecía haber sido sacada de un relato de ciencia ficción escrita por H. G. Wells. Le daba miedo admitir que el destino de la humanidad se encontraba en sus manos y la inacabada frase del reflejo le dio mucho en qué pensar.

—Recojamos el chiringuito y directos a China —propuso Alejandro.

Miró a su alrededor y se percató de la cara de circunstancias que habían lucido todos.

—¡Sí! A China. ¿Es que estáis atontados? El primer emperador de China fue enterrado con sus Guerreros de Terracota.

— ...

—La mirada del joven soldado... la peineta de la reina... ¡Vamos! ¿Cómo noos habéis dado cuenta enseguida? Está más claro que el agua.    

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora