X - El último de los primeros

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Las campanillas naranjas de la sábila silvestre silbaban a causa del viento. El calor no suponía ningún impedimento y las tiendas de campaña eran tan frescas, que no resultaría absurdo pensar que estaban equipadas con aparatos de aire acondicionado. No se conseguían permisos de acampada con mucha facilidad, pero el fuerte carácter de Hiro, junto con la ayuda de su convincente socio «maletín con dinero», aligeraron los pesados trámites administrativos y el responsable selló los papeles sin más dilaciones. Tres círculos de piedra blanca, creaban tres escalones, y en el centro descansaba el meteorito de sesenta toneladas. La masa metálica escondía en su corazón un equipaje muy valioso y poco conocido. Hubo amantes que se vieron reflejados en él y supieron que permanecerían juntos para siempre. Su embriaguez, causada por el exceso de amor y vino, les indujo a obviar la milagrosa aparición y simplemente terminaron haciendo el amor entre matorrales con pinchos y excrementos de animales. Los nativos también presenciaron apariciones y dijeron que sus antepasados deambulaban por aquellas tierras. Muchas preguntas y pocos crédulos para investigar los sucesos.

En aquel momento, tres videocámaras, un espectrómetro, una grabadora de voz de las de antes y siete mentes abiertas a lo que pudiera surgir, observaban el gran trozo de metal y esperaban con paciencia a que la luna se llenase. La noche del día siguiente se les antojaba muy importante.

*

El tartamudo sacudió las migajas de pan de su camisa y se dirigió al puente corriendo. El capitán escupió improperios y saltó la alarma.

—¡En marcha, sacos de carne podrida! —gritó—. Cabos al agua y a recogerlos.

Tripulación preparada, motores en marcha y rumbo a Shanghái. El olor a diesel quemado impregnaba la sala de máquinas. El cocinero, medio borracho, guardaba la fruta que ya no era tan fresca. El timonel obedecía sin rechistar la voz de su capitán, o sería azotado y de esa forma, la proa del barco cortaba el mar y se alejaba del muelle mientras la popa seguía pegada a él, una maniobra difícil de ejecutar pero muy efectiva. Bajo el culo respingón del carguero, dos marineros aplicaban una urgentísima mano de pintura, idéntica a la del casco. No hubo botadura ni bebieron champán para celebrar su renacer y, sin pensárselo dos veces, lo llamaron «Murciélago».

*

Selma merodeaba el meteorito en busca de puntos débiles. Acariciaba sus imperfecciones y apoyaba su cabeza sobre él, para escuchar sus grietas y sentir sus huecos.

Difícil adversario, pensaba.

El bloque de hierro sólido no iba a partirse con facilidad. Tampoco sabía dónde se escondía el preciado iridio y no quería hacerlo añicos. No aclaraba sus ideas. A Ryo no le gustaba mucho el planteamiento de volar al viajero espacial por los aires, pero era necesario. Debía recoger todo el mineral bendecido con un microagujero negro y destruirlo. Observaba a Selma. Veía en ella una amante salvaje y fiel durante la batalla, y también un bloque de hielo sin sentimientos durante la calma. Su contoneo lo excitaba, pero sólo se movía así porque intentaba seducir al meteorito y devorarlo, imitando a la mantis religiosa que devora al macho mientras copula y, una vez satisfecha, sólo permanece el amargo sabor de su mutilado amante.

—¡Deja de mirarme el trasero!

—No te lo estaba mirando —contestó Ryo.

—¡Pero yo sí! —exclamó Alejandro—. Sin duda una obra maestra. Por cierto, no resultará muy fácil reventar ese pedrusco. Yo diría que se trata más de una masa de hierro con algo de níquel y una pizca de cobalto, y eso sin mencionar el iridio que se encuentra por ahí metido. El creador de la receta te quiere fastidiar.

—Ya me había dado cuenta —matizó Selma.

—Entonces, ¿traigo los sopletes? —preguntó Tom.

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora