Capítulo seis

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Eli subió a la camioneta de su madre agitado. Más que por la carrera que emprendió fue por el miedo que sentía hacia las sospechas de sus padres. Parecía que ellos podían oler la mentira, como si esta fuera un tufo dulce que se adhiriera a la piel de Eli y que éste no pudiera percibir.

En el asiento del conductor estaba su madre. Eli no sabía nunca de que humor la encontraría, si sería tan agradable como recordaba en su niñez o si su humor sería terrible y sus palabras se dirigiera a él como puñetazos a un saco de box. Y eso le dolía, pues la nostalgia de los abrazos y los besos que ella le daba aun causaban calidez en su piel, pero sobre todo añoranza. Quería que su madre lo volviera a querer, pero no encontraba la manera de hacerlo ni el motivo de porqué ya no era así.

-¿Cómo estás? -preguntó Eli cerrando la puerta. La enorme mole de metal se incorporó al camino. Esta vez ninguna motocicleta la siguió.

-Bien.

"Perfecto -pensó Eli-. Está seria. Por lo menos así no comenzará a regañarme por cualquier cosa".

Sin embargo su madre olisqueó el aire. Eli se puso blanco de miedo al pensar que en verdad olía ese tufo dulzón de la mentira, pero no quitó los ojos del frente. Tristemente había aprendido a mentir muy bien, a eso lo habían orillado sus padres.

-¿Tomaste vino? Algo huele a alcohol.

-No, mamá. En la escuela no dan vino. Quizás es el ambiente que huele a gasolina o no sé.

-El ambiente... no digas tonterías.

Eli se hizo una nota mental de no volver a tomar nada de alcohol cuando estuviera con Leon.

El viaje fue incómodo, sin embargo Eli pronto se perdió en sus propios pensamientos, imaginando a Leon junto a él, imaginando una charla, que diría él y que respondería. Deseaba que Leon formara parte de su mundo de manera permanente y no sólo en las sombras, donde nadie los viera, pero no encontraba la manera de hacerlo.

El zumbido de una motocicleta pasó cerca de la camioneta y Eli pensó inmediatamente que se trataba de Leon, pero no era así. Era una simple motocicleta de repartidor, fea y destartalada que manejaba de una manera terrible.

Eli no conocía nada de motores ni motos hasta que conoció a Leon.

-¿Es potente tu motocicleta? -le preguntó el primer día de conocerlo. Más para romper el silencio que por interés verdadero.

-El motor tiene mil setecientos centímetros cúbicos -al ver lo impasible de su rostro, Leon agregó-. ¿Si sabes lo que quiere decir?

-La verdad es que no. Yo, bueno, yo no sé mucho de motos. Mis padres nunca quisieron que me subiera a una ni que las conociera de cerca.

-Bueno. Imagina una moto de repartidor de pizzas. Todos pueden imaginarse una. Esas tienen un motor de cien centímetros cúbicos. La mía, mi Emily, tiene la potencia de diecisiete de esas motos. La modifiqué para que alcanzara doscientos cincuenta kilómetros por hora sin desarmarse por la vibración ni la velocidad -al ver que los ojos de Eli se abrían por la sorpresa Leon supo que quizás había una posibilidad de que ese niño, tan perdido y solo, pudiera formar parte de su vida quizás sólo por un momento-. ¿Quieres subirte?

¿Cómo habría cambiado la vida de Eli su hubiera dicho que no? ¿Qué habría pasado si aquella noche Eli hubiera ido a otro lugar, se hubiera quedado en casa o simplemente se hubiera entregado al sueño? Seguramente viviría la vida que sus padres deseaban para él. No tendría problemas en casa ni la presión que parecía aplastarle la cabeza.

Sin embargo no sería feliz. Leon valía cada uno de aquellos problemas. Y aquella noche en que subió sobre Emily supo que la libertad, la rebeldía y el amor, viajaban en dos ruedas. Sin saberlo, compartía el mismo sentimiento que Leon: quería que la carretera fuera infinita, que el asfalto nunca se terminara y que la motocicleta siguiera adelante, dejando atrás los problemas, las personas, los lugares, todo. Sólo quería abrazar a Leon y escuchar el murmullo de aquellos mil setecientos centímetros cúbicos.

Sujétate FuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora