Bernardo se arrepintió de todo cuanto dijo cuando vio a Eli entrar en la escuela. Sintió ganas de golpearse la cabeza contra el volante y hacerse sangrar, expiar con sangre el dolor que, sin duda, había provocado su hijo en el momento donde más vulnerable estaba. Le había abierto el corazón a su padre con las manos temblorosas y con el cuerpo temblado, ¿y qué había hecho él? Apuñalarlo.
Quizo bajarse del coche, correr hacia él y pedirle perdón. Retirar todo lo que había dicho y fingir que aquel viaje de veinte minutos jamás se había hecho. Pero las palabras eran como las balas de una pistola, y una vez que salen, no pueden regresar.
Se arrepintió de haber sido duro con Eli, y, sin embargo no pensaba que fuera normal que Eli sintiera aquello por un chico. Había expresado mal su miedo, pero no por eso correría abrazarlo, decirle que trajera a su novio a casa y que todos fueran a comer helado y hablar de chicos. Aquello era imposible. La idea le revolvía el estómago.
No, él quería que Eli estuviera seguro, que ningún chico mayor que él se aprovechara de él ni que lo confundiera. Eli era ingenuo, inocente, y si era culpa de él o de su madre por no dejarlo vivir lo suficiente, no importaba, no cambiaba el hecho de que en el mundo había gente mala, gente que se hace pasar por buena y te jala hacia el fondo sin que te des cuenta.
En el mundo había sirenas, y en aquellos mares de asfalto, nadaban muchas buscando a un marinero ingenuo que cayera en su manos.
Manejando hacia el trabajo con la radio apagada, Bernardo recordaba de los chicos "raritos" en su escuela años atrás, cuando él era joven. Las burlas de las que eran objetivo, de las amenazas y abusos. Él no fue la mejor persona con ellos, no sabía como comportarse con chicos que besaban chicos, y el remordimiento de aquellos días le hacía desear que su hijo se enderezara, que no encontrara los mismos compañeros de esos fantasmas del pasado, que no encontrara a alguien como él en su vida. Que no sufriera y que si no podía cambiar esa preferencia, por lo menos la ocultara, la ocultara para vivir a salvo.
Vivir una mentira, pero vivir a salvo.
Necesitaba un trago.
Y es que haber desayunado una barra de cereal con tragos de cognac Martell no había sido la mejor idea. Necesitaba valor para ser duro con su hijo, sin embargo se le había pasado la mano y quería ahora olvidar su culpa. Era un juego de no acabar. El equilibrio parecía haber abandonado su vida.
Tras cuatro horas revisando oficios en una amplia oficina que se le hacía demasiado aburrida, salió a comer. Caminó entre calles con el saco ordenando por el aire y el portafolio en la mano hasta llegar a La Hija del Capitán, una cantina escondida tras la calle Revolución y Dolores. Ahí dentro ya era un hombre conocido: el hombre de traje que se ahogaba en alcohol y hablaba por teléfono.
Se sentó en una mesa cerca de otros oficinistas que comían cacahuates mientras bebían caldo de camarón. El cantinero le preguntó que iba a tomar y Bernardo pidió cognac de nuevo. El cognac de La Hija del Capitán era horrible, pero golpeaba fuerte y eso era lo que quería.
Los tragos superaron el tiempo que tenía de comida, pero no le importó. Los oficinistas dejaron la mesa junto a él y se fueron a sus pequeños cubículos en grandes corporativos y sólo quedaron Bernardo y el cantinero, que intrigado por aquel hombre de traje, se acercó a preguntarle mientras llenaba la copa de nuevo:
-¿No hablará por teléfono esta vez?
Y es que cuando bebía -lo cual era muy frecuente desde hacía unos años, más o menos desde que Marta lo engañaba con otro hombre pensando que él no sabía nada- le daba por hablar por teléfono. A veces le marcaba a Marta y trataba de arreglar las cosas, pero al final nunca funcionaba aquello. Eran bandas adhesivas en un motor desahuciado. Otras veces la insultaba por cualquier estupidez: porque se había acabado el agua caliente en la mañana o porque había dejado los cajones inferiores abiertos. Tenía tanta frustración que cualquier pretexto era bueno para iniciar una pelea de la que después se llenaría de culpa. Y otras veces ni siquiera hablaba con alguien, sólo se ponía el aparato en la oreja y hablaba, fingiendo que alguien al otro lado asentía y le daba la razón. A ese silencio le dijo que estaba casi seguro que Eli era gay y que deseaba en Dios que no lo fuera, pues quería que él tuviera una familia, que viviera feliz y se hiciera un hombre hecho y derecho.
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Sujétate Fuerte
Novela JuvenilEl amor viaja en dos ruedas. Portada hecha por: Xim_Alien